Por Diana Castro Benetti
20 de julio de 2012
Los pensamientos circulan rápido, inconscientes y en desorden por un espacio que consideramos de uso exclusivo.
Pensamientos que, amarrados unos con otros, fundan la idea de lo que
hemos sido, amplifican la realidad que creemos vivir y revelan los
caprichos de sus antojos. Todos los pensamientos juntos van creando sus
propios lugares de diversión para hacernos creer que son la vida misma.
La
mente construye paisajes y los transitamos por horas y horas. Paisajes
de memorias resistentes a morir. Paisajes donde se inventa una vida
paralela, se reciclan recuerdos, se vive lo que nunca pasó y se define
el sentido de vida. Todo paisaje mental es una ruta transitada en
inconsciencia. Vías que sellan las leyendas del día.
De estos
paisajes mentales recordamos los sonidos de un momento extático o los
olores de los panes frescos en una esquina con flores. Marañas de
pensamientos que vienen siendo el motor de las revoluciones vestidos de
fugacidad y henchidos de pretensiones heroicas. Recreamos amaneceres,
navegamos mares, caminamos montañas, acariciamos pieles, imaginamos
encuentros, peleamos justicias y más. Pensamos aquella mirada.
Todo
pensamiento es un momento inconsciente de la vigilia que concreta el
destino. Un destino de odios, ausencias y despedidas; de placeres y
otros desahogos. Espacios tan reales que, al fin y al cabo, arrancan el
dolor que se ancla en la piel. Paisajes que le dan escritura al cuerpo.
Lo entumecen o lo liberan.
Vivimos de estas formas que instalan
las arrugas y las enfermedades y que son pensamientos colectivos
alimentados por las historias de las historias. Paisajes que son
repeticiones de otras vidas y de vidas de otros. Paisajes mentales
hechos al minuto o instalados por el chillido del más fuerte. Vaya vida
ésa que es el negocio entre paisajes poéticos propios e ideas que otros
van vendiendo a plazos. Somos eso que pensamos y eso que pensamos que
buscamos. Horizontes y ficciones. Simples creadores de paisajes
mentales.
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