El Espectador
19 de julio de 2012
Una junta de intelectuales y aristócratas bogotanos que gritaron su
descontento con el mal gobierno que les daba España a las colonias hace
201 años es lo que celebramos hoy, como cada 20 de julio.
Fabricaron el incidente del florero de
Llorente como acicate para encender al pueblo, y según enseñan en la
escuela “el virrey, las autoridades militares y los españoles
contemplaron atónitos ese súbito y violento despertar de un pueblo al
que se habían acostumbrado a menospreciar”.
Hoy como entonces,
mandatario y autoridades militares están atónitos ante la sublevación de
un pueblo (el indígena) al que se habían acostumbrado a menospreciar.
“Ninguno
de los dos bandos nos ha protegido el territorio”, gritan los nasas
desde el Cauca. Han soportado atentados guerrilleros y ataques del
Ejército; sus hijos reciben clase ‘custodiados’ por las trincheras de la
guerra; sus casas han sido destruidas y sus familias lloran los
muertos. Y por ello, “enraizados en la palabra”, exigen a todos los
armados “que se vayan, que nos cansamos de la muerte, que están
equivocados, que queremos vivir en paz”.
Por eso, miles de guardias indígenas desmontaron trincheras policiales, desalojaron
campamentos guerrilleros y desmantelaron un puesto militar en el cerro de Berlín. Este último acto fue el más polémico, porque sacaron en andas
a seis soldados que no quisieron salir voluntariamente, lo que para
muchos resultó una humillación intolerable: ¿Cómo puede ser que estos
caucanos sean tan ingratos con las Fuerzas Armadas que están dando la
vida para protegerlos y liberarlos del yugo guerrillero? ¿Cómo no
entienden que aquí no hay dos bandos, sino que el Estado nos rige a
todos los colombianos y se enfrenta con las Farc, que trafican cocaína y
esclavizan niños?
La guerra, no obstante, no se ve así en los
márgenes del país donde se libra. La población Bari en el Catatumbo, los
awás de Nariño y las comunidades negras del Pacífico, como los nasas,
piensan que ni a la guerrilla ni al Estado les han importado sus vidas,
ni les ha dolido su miseria. Sólo conocen su violencia y están
convencidos, como me dijo una joven líder chocoana, de que la misión de
la fuerza pública no es protegerlos sino cuidar a las grandes petroleras
y mineras. A ellos, los de a pie, los miran con sospecha de que son
guerrilleros de civil.
Su bronca, como la de los nasas, no es, sin
embargo, contra la fuerza pública. En no pocas ocasiones los mismos
indígenas caucanos han protegido con sus vidas a los policías y soldados
bajo fuego guerrillero. Su clamor de fondo es contra la guerra que,
después de una década de alta intensidad, no ha conseguido que sus vidas
estén protegidas, ni que en su territorio haya paz. Al contrario,
siguen cayendo civiles inocentes, casas aplastadas por las bombas,
cultivos de cacao y no de coca destruidos; pierden sus piernas sus niños
y los jóvenes soldados; y tras la tropa ha crecido la prostitución.
Los
nasas quieren que en su tierra se silencien los fusiles de esta guerra
sin norte y sin fin; que al menos allí, donde la Constitución les dio
autonomía de gobierno, se detenga este sancocho violento que les ha
servido a tantos para justificar su barbarie y su riqueza mal habida.
Sería
un error que Santos, movido por la voluble opinión urbana que no sufre
el conflicto, opte por perseguir y criminalizar a los nasas. Pasaría a
la historia como el miope que no vio en la corajuda marcha indígena el
perfecto florero de Llorente para abandonar la estrategia uribista de
pacificación, que ya no es sostenible.
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