viernes, 22 de agosto de 2014

Nuestro mundo muere antes que nosotros


El País
Eliane Brum
19 de agosto de 2014

La vida que conocemos comienza a desaparecer lentamente, en un movimiento silencioso que se infiltra cada día, junto con aquellos que hicieron de nuestra época lo que es.

La expresión más perfecta que conozco para explicar la brutalidad del azar en nuestras vidas es la de Joan Didion. Ella dijo, con una simplicidad exacta: “La vida cambia en un instante. Te sientas a cenar y la vida que conocías acaba de repente”. Joan, periodista y escritora americana, escribió esa frase en su libro El año del pensamiento mágico, en el que narra la muerte repentina de su marido y su búsqueda por comprender lo incomprensible. Durante los últimos días, Renata, la mujer de Eduardo Campos, repitió a los amigos: “No estaba en el guion”.

No podría estar en el guion. Pocos hombres planearon su carrera política de forma tan meticulosa como Eduardo Campos. Y entonces, desayuna con la familia, embarca en un avión para continuar con su primera campaña presidencial, aquella que podría llevarlo a la presidencia de Brasil no ahora, pero sí en 2018, y muere. El gesto ancho de una vida interrumpida en un instante. Antes del final de la mañana él ya no está. Y los brasileños de cualquier ideología, o sin ella, son atravesados por la tragedia. La del hombre perdido, en su momento de máxima potencia, pero también la de ser alcanzado por la fuerza de lo incontrolable. Pienso que cada uno de nosotros, o por lo menos la mayoría, sintió la corriente de viento entre las costillas, aquella que está siempre allí, pero fingimos que no existe.


De hecho, la muerte –repentina o penosa, como en las enfermedades prolongadas, precoz o tardía– es, como sabemos, la única certeza de nuestro guion. Un día, simplemente, ya no se está. Como en la escena del documental de João Moreira Salles en que Santiago, el mayordomo que da título a la película, cita al cineasta Ingmar Bergman: “Somos muertos insepultos, pudriéndonos bajo un cielo cruento y vacío”.
Si hiciéramos un retrato ahora, de todos los vivos, tendríamos también un obituario: de aquí a 100 años estaremos todos muertos. Miramos por la ventana y todos los que vimos en su esfuerzo cotidiano, arrastrándose hasta la parada de autobús, sintonizando su radio preferida al sentarse en el coche, dando conversación en la panadería o expresando su odio y su miedo en pequeñas brutalidades serán finados (palabra de cierto simbolismo), a corto o largo plazo. Así como finado será aquel que espía el único paisaje que no cambia en una vida humana, el de que, para el individuo, el futuro está muerto.

La verdad, que tal vez no todos perciban, es que se muere poco a poco. No solo por la frase clásica de que comenzamos a morir al nacer. De que cada día siguiente arrastra el cadáver del día anterior. De que cada mañana es un día más – pero porque es un día menos–. Al entrevistar a los que envejecieron, los descubro sorprendidos por el drama menos nítido, aquel se infiltra lentamente en los intersticios de los días: el de que nuestro mundo muere antes que nosotros.

Ese es el susto de quien alcanzó la promesa de nuestra época, la de una vida larga. La de morir solo, incluso cuando se está rodeado por hijos y nietos. Solo, porque aquellos que sabían de él, aquellos que compartieron el mismo tiempo, murieron antes. Aquellos que conocieron el niño, se lo llevaron al partir. Los que lo vieron joven cargaron su juventud en recuerdos que desaparecieron porque ya no hay quién pueda acordarse de ellos. Solo, porque cierta forma de estar en el mundo acabó antes. La soledad de estar vivo en una vida que ya murió.

Poco antes de lanzar El año del pensamiento mágico, Joan Didion perdió su única hija. Después del marido, la hija. Era el dolor no nominable de la inversión de la lógica, la de sepultar a quien debería sepultarla. Pero era algo más allá, lo de convertirse en la mujer que quedó. Su siguiente libro, Noches Azules, habla de esa condición, la de haberse mantenido viva al envejecer. La de descubrirse sola y frágil, atenta a los escalones para no caer. Para mí, es un libro mejor que el primero, pero habla de algo aún más duro que la pérdida del compañero de una vida. Tal vez haya tenido menos éxito por hablar de ese dolor insoportable, en el que vivir más que su descendencia es tener que vivir la muerte que rebasa la muerte.
Pensaba que esa era una condición restringida a la vejez. La sorpresa final de que el mejor escenario, el de vivir más, era también el de perder más. Pero descubrí que ese morir comienza mucho antes. Y de forma aún más insidiosa. Estos meses de 2014 nos han mostrado eso con una fuerza tal vez mayor. Es una coincidencia, claro, no una confluencia escrita en las estrellas o en cualquier profecía. Nuestro mundo, en especial el de la gente con más de 40 años, porque es en esa altura que sentimos que ya tenemos un pasado y el futuro es una segunda mitad incierta, ha muerto mucho. Y rápido, a veces un sobresalto por día, a veces dos.

Cada uno tiene su susto. Creo que el mío fue con Nico Nicolaiewsky, que se llevó junto a él momentos en los que fui completamente feliz – y son tan raras la veces en que somos completamente felices – viendo Tangos &Tragédias en el Theatro São Pedro, en Porto Alegre. Murió cinco días después de Eduardo Coutinho y Philip Seymour Hoffman, dos gigantes. Cada uno con su tragedia, abrieron un agujero en el paisaje del mundo. Después, José Wilker un día no despertó. Y no habría Vadinho para asombrarme.


No paró más. De repente el mundo ya no tenía más a Gabriel García Márquez, Jair Rodrigues, Alan Resnais, Paco de Lucía, Shirley Temple, Luciano do Valle, Nadine Gordimer, Paulo Goulart, Bellini, James Garner, Rose Marie Muraro, Max Nunes, Plinio de Arruda Sampaio, Lauren Bacall. En el espacio de seis días de julio, Rubem Alves, João Ubaldo Ribeiro y Ariano Suassuna desaparecieron. Rubem Alves, que descumplía años en los aniversarios y decía que “la hora para comer fresas es siempre ahora”. De repente el mundo ya no tenía Vange Leonel. ¿Cómo es posible? Lo había leído en el Twitter un instante antes. Y Nicolau Sevcenko se fue horas después de Eduardo Campos.

Ninguna de esas personas convivía conmigo, y yo no frecuentaba la casa de ninguna de ellas. Ni siquiera vi nunca a la mayoría de ellas. De hecho, lo que de ellas vive en mí es independiente de su existencia física. Algunas son solo flashes de un cotidiano en el que aparecieron por décadas, sea en novelas, en la narración de un partido de fútbol, en un debate político. Otras, me constituyen. Sus libros y músicas no tienen edad, en las películas aún son jóvenes y bellas. Concretamente, debería hacer tan poca diferencia que estén o no aquí, en la insignificancia de los días, en una rutina que de cualquier forma no sería parte de mí, como Sófocles, que murió más de 2.400 años atrás, o Shakespeare o Beethoven o Picasso. O Machado de Assis. O Garrincha. Estos, que consiguieron trascender su vida al proporcionar trascendencia por la grandeza de su obra, para las generaciones sucesivas, al infinito, son inmortales. Es un hecho, todo el mundo lo sabe, pero descubro que no es tan así.

¿Cuál es la diferencia de que Gabriel García Márquez esté vivo o muerto, si la oportunidad que podía tener de tomar un café con él era remota y siempre tendré mi El amor en los tiempos del cólera en el estante, para que él pueda revivir en mí? Lo que percibo es que hay una diferencia. Hay algo de melancólico, desestabilizador, en ser testigo del momento exacto en el que un inmortal muere.

Sospecho que, en aquel momento-límite en el que la vida se extingue, la permanencia de la obra hace poca diferencia. Tal vez el inmortal que muere cambiaría toda su inmortalidad por compartir una última vez una botella de vino con el mejor amigo o por otra noche de amor tórrido con la mujer que ama o solo por leer el periódico en la mesa de la cocina durante el desayuno. Tal vez el inmortal sea demasiado mortal en ese momento, sea demasiado parecido con todos los otros. Como dijo Woody Allen: “No quiero alcanzar la inmortalidad a través de mi obra. Quiero alcanzarla no muriendo”. Y desde entonces temo enfrentarme a su obituario en un titular de internet.

De cierto modo, es así que nuestro mundo comienza a morir antes que nosotros. No solo por la pérdida de nuestros seres queridos, sino también por la película que Philip Seymour Hoffman no hará o por el libro que Ariano Suassuna no escribirá mientras compartimos con él el mismo tiempo histórico. O simplemente porque ninguno de ellos pueda decir nada simple o incluso hacer alguna tontería, cualquier cosa de humano. De ellos nos quedaremos solo con lo que fue grande, incluso la estupidez tendrá que ser relevante para merecer permanecer en la biografía. Al tiempo que la muerte los devuelve de inmediato a la condición humana, los aparta para siempre de ella. E inmediatamente el bar de João Ubaldo ya no tendrá olor.
La primera vez que sentí la infiltración de algo irreversible en mi mundo fue con la muerte de Marlon Brando, hace diez años. La muerte aún no me afectaba como hoy, pero pasé algunos días prostrada por alguien que para mí ya había nacido inmortal. Me di cuenta entonces que era diferente recordarle gritando “Steeeeeeeela” en Un tranvía llamado deseo y, a la vez, poder mencionar cualquier cosa boba cómo: “Vaya, como está gordo ahora”. De repente, él no podía engordar ni asustarnos con su existencia descuidada. Solo quedaría lo grandioso. Y, por lo tanto, fuera de la vida. (De nuestra vida.)

Marlon Brando, como García Márquez, como Ariano Suassuna, como tantos ahora, no se sabían míos, pero lo eran. Al dejarme, muero un poco. Una versión de nosotros muere siempre que muere alguien que amamos y que nos ama, porque esa persona se lleva su mirada sobre nosotros, que es única. Una parte de nosotros también muere cuando no podemos compartir más la misma época con quien hizo de nuestro mundo lo que es. Y ahora, me quedo esperando en cualquier momento una nueva noticia, porque sé que no dejarán de llegar.

Tuve una reacción extraña al saber de la muerte de Robin Williams. ¿Cuántos años tenía?, pregunté primero. Sesenta y tres. Y me sentí apuñalada con la respuesta. Muy pronto, muy pronto. ¿De qué murió? Parece que fue suicidio. Y me sentí de inmediato aliviada. Puede parecer sorprendente, pero mi alivio se dio porque de alguna manera era una elección. No era corazón, no era cáncer, no era AVC, no era avión. Por más terrible que sea el acto de interrumpir la vida, presupone, en cierta medida, una potencia y un control.
Se puede argumentar que una depresión o una desesperación impide la elección, pero creo que esa no es toda la verdad. Nuestras elecciones nunca son consumadas en condiciones ideales ni nuestro arbitrio es totalmente libre. Solo conseguimos hacer elecciones determinadas por las circunstancias de lo que vivimos y de lo que somos en aquel momento. Por más que nos sorprenda la oscuridad del hombre que nos dio tanta alegría, de alguna forma él eligió la hora de morir. Lo que para muchos fue razón para aumentar el dolor por su muerte, porque podría haber sido evitada, para mí fue alivio por no tener su vida interrumpida sin su conocimiento. De algún modo, me sonaría más insoportable si Robin Williams hubiera muerto tan pronto por un infarto o un accidente.

Creo más en la interpretación del periodista americano Lee Siegel, cuando dice que “tal vez haya sido la empatía que lo mató – y no su desesperación con el diagnóstico reciente de Parkinson-”. La capacidad de Robin Williams para vestir la piel del otro, de todos los otros, llevada a niveles casi insuperables. “Su necesidad pasional de transformarse en todos los que encontraba, cualquiera que fuera su origen étnico o social – como si con eso pudiera vencer su solitaria e irreversible finitud humana–". Hace algún tiempo el lento morir de su mundo lo asombraba, según los más próximos Robin parecía incapaz de superar la desaparición del amigo y del hombre que lo inspiró, el comediante Jonathan Winters, que se fue en abril.
Sus fans, las personas cuya vida su vida la hizo mejor, dejaron flores en los lugares en que vivieron sus personajes. Un banco de la plaza en la que grabó escenas de El indomable Will Hunting, con Matt Damon. La casa en la que fue La señora Doubtfire, la niñera. Era allí que moría para no morir nunca. Era allí que él jamás dejaría de estar. No hay lugar para la muerte. ¿Cómo habría lugar para la muerte? Pero es preciso dar un lugar a la muerte para que la vida pueda continuar. Es para eso que creamos nuestros cementerios dentro o fuera de nosotros. En general, más dentro que fuera. La vida es también cargar los muertos en el último lugar en que pueden vivir, en nuestras memorias. Y poco a poco nos hacemos un cementerio cada vez más habitado por aquellos que solo viven en nosotros.

La muerte de Robin Williams, Gabriel García Márquez, Ariano Suassuna y de tantos otros se llevó un poco de mí. Mi muerte se llevará un poco de ellos y de tantos, como el recuerdo de mis lágrimas al ver El club de los poetas muertos o la imagen de Aureliano Buendía que solo yo tenía o mi piedra del reino [en referencia a la novela Romance de la piedra del reino]. Muero un poco con cada uno de ellos porque viví un poco con cada uno de ellos.

Esa es la muerte silenciosa que se despliega cada día. Cuento mis inmortales aún vivos, los de lejos y los de cerca. Digo sus nombres, como invocándolos. Pido que no se apresuren, que no me dejen sola, que no me dejen sin saber de mí. El azar, la vida que cambia en un instante, me asusta tanto como ese mundo mío que muere despacio. Esa es la brisa casi imperceptible que adivino soplando en mis huesos. Muchas veces finjo que no la escucho. Pero ella continúa allí, intermitente, susurrando para que no me olvide de vivir.
Eliane Brum es escritora, reportera y documentarista. Autora de los libros de no ficción Coluna Prestes - o Avesso da Lenda, A Vida Que Ninguém ve, O Olho da Rua, A Menina Quebrada, Meus Desacontecimentos y de la novela Uma Dos

Twitter: @brumelianebrum


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sábado, 16 de agosto de 2014

Érase una vez el fin

 

Leila Guerriero
El País
16 de agosto de 2014

- El poder de la literatura se erige frente al dolor de la ausencia

- Repasamos grandes libros escritos después del desgarro




Ilustración de Fernando Vicente

Escritos dos meses después, o dos años más tarde, o al pie de la cama donde yace la carne querida. Amparados en la piedad de las elipsis, o repletos de detalles drenados al recuerdo. Bajo la forma de diarios, de epístolas, de canciones de cuna con ardiente error de paralaje. Erizados de esquirlas de un incendio que no cesa. Hijos de un género al que nadie querría dedicarse. Libros. Libros que cuentan el fin (la muerte del padre, el tormento del hijo, la agonía tapizada de metotrexato) y que, para contar el fin, deben empezar por el principio. Y, para empezar por el principio, hay que recordar.

Y recordar duele.

“Tu hijo ha muerto y debes empacar una maleta para viajar hasta donde te espera su cadáver. Y lo haces. Alguien te ayuda, dice un pantalón negro, dice es mejor meter los zapatos en una bolsa”, escribe la colombiana Piedad Bonnett en Lo que no tiene nombre (Alfaguara).

“Me sigo preguntando cómo se escribe eso”, dice Piedad Bonnett desde su casa en Bogotá. “Por momentos me digo: ‘¿Qué ser humano soy yo, que soy capaz de eso?’. Cuando tuve la idea de escribir este libro me escandalicé, me aterroricé. ¿Cómo puede ser que a los dos meses de la muerte de Dani yo estuviera pensando en escribir esto?”.

Lo que no tiene nombre empieza con una escena inocente: Bonnett, sus hijas y su marido entran a un departamento en el que parecen haber estado antes. En la segunda página, Bonnett escribe: “Me pregunto qué sucedió aquí en los últimos veinte minutos de vida de Daniel”. Dos párrafos después, una pareja de vecinos pregunta si son parientes del estudiante que se mató ayer. Y así, de una manera lateral, el lector entiende que la autora está en el departamento de su hijo, y que su hijo se ha suicidado. Más adelante, Bonnett describe la conversación con una funcionaria que chequea datos para proceder a la donación de los órganos:
—La piel de la espalda.
—Sí.
—Los huesos de las piernas.
—Sí.
“Y Daniel, mi hijo entrañable, el muchacho de labios carnosos y piel bronceada, se fue deshaciendo con cada palabra mía”.

“Lloré muchas veces mientras escribía esa escena. Y dudé: ¿debo escribir esto? Pero yo creo que la vida es física, y era tan contundente ese despedazamiento. Mientras escribía, tuve que tomar miles de pequeñas decisiones narrativas, y esa fue mi salvación”.

Para reconstruir las horas que precedieron al suicidio, Bonnett averiguó, juntó las piezas: a tal hora, Daniel habló con su hermana, a tal otra subió a la terraza. Y eso, duro como fue, no lo fue tanto como reconstruir los padecimientos previos a la muerte.

“Yo había lidiado diez años de incertidumbre, por su enfermedad. Todavía hoy, cuando dicen ‘su hijo esquizofrénico’… La gente tiene la idea de la esquizofrenia como último estado de locura, y eso me duele. Fue muy duro escribir eso, era una confesión muy dura”.

La palabra esquizofrenia aparece poco en el libro de Bonnett. Quizás porque escribir la vida —contar todo lo que hubo para contar todo lo que se perdió— es más difícil que escribir la muerte.

***

La lista es larga y podría ser interminable. A El libro de mi madre, de Albert Cohen (1954); Una muerte muy dulce (1964) y La ceremonia del adiós (1981), de Simone de Beauvoir; Una pena en observación, de C. S. Lewis (1961); Desgracia impeorable, de Peter Handke (1972); Mortal y rosa, de Francisco Umbral (1975); La invención de la soledad, de Paul Auster (1982); Mi madre, in memoriam, de Richard Ford (1988), podrían sumarse títulos recientes, varios de ellos con ventas importantes y muchas reediciones, como La ridícula idea de no volver a verte (2013), de Rosa Montero; Tiempo de vida, de Marcos Giralt Torrente (2010); El olvido que seremos, de Héctor Abad Faciolince (2006); Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett (2013); La hora violeta, de Sergio del Molino (2013); Di su nombre, de Francisco Goldman (2011); Canción de tumba, de Julián Herbert (2011); Memorias de una viuda, de Joyce Carol Oates (2011); Un mar de muerte, de David Rieff (2008); Mi libro enterrado, de Mauro Libertella (2013); Ojalá octubre, de Juan Cruz Ruiz (2007); Diario de un duelo, de Roland Barthes (escrito entre 1977 y 1978, publicado en 2009); Mi abuela, Marta Rivas González, de Rafael Gumucio (2013); El año del pensamiento mágico (2005) y Noches azules (2011), de Joan Didion. Libros que se internan en recuerdos tristes —el rastro del cuerpo del niño en las sábanas vacías, las huellas de los dedos de la mujer en el envase de champú— para hacer, de una pesadilla, una pieza de literatura.

“La actual renovación de un género durante mucho tiempo vilipendiado, el memoir de duelo, es quizás un síntoma de que algunos escritores queremos reconquistar el territorio que ahora saquean los gurús y los depredadores de lo cursi”, escribía el español Sergio del Molino en Babelia en mayo de 2013. Del Molino, autor de La hora violeta (Random House), nació en 1979. Eso quiere decir que era muy joven cuando tuvieron lugar los acontecimientos que dieron origen a este libro, que comienza así: “Mi hijo Pablo tenía diez meses cuando ingresó en el hospital, y estaba a punto de cumplir dos años cuando arrojamos sus cenizas”.

“Durante ese tiempo yo tomaba notas sueltas”, dice Del Molino, desde Zaragoza. “Mi mujer me dijo: ‘Tienes que escribir un libro sobre esto, escribir es tu forma de estar en el mundo’. Si ella no me hubiera animado, yo hubiera sentido pudor. El reto era que el texto no se me fuera de las manos en clave melodramática”.

Después de aquel principio, el libro retrocede hasta el momento en que los médicos diagnostican la leucemia y, a partir de entonces, avanza en una trama pudorosa, falsamente explícita: “He aprendido a sostener a Pablo en brazos sin que se obstruyan los muchos cables a los que está conectado. Los cirujanos le han instalado un reservorio en una vena del pecho y las enfermeras le pinchan en un botoncito que sobresale bajo su piel amarillenta y descuidada”.

“Cualquiera que haya estado en ese universo de la oncología pediátrica sabe que es mucho peor de lo que yo cuento. Pero había cosas que no estaba dispuesto a contar”.

Sobre el final, Del Molino, por obra de una elipsis, evita contar la muerte del hijo. Sólo dice: “Si Pablo fuera mi personaje, no habría muerto”.

“Yo necesitaba que el libro fuera sobrio y contenido. Y no hay una manera de narrar de forma sobria y contenida la muerte de un niño”.

***

“Mi libro en realidad no es un libro de duelo”, dice Rosa Montero. “Yo no hubiera escrito sobre la muerte de Pablo si no hubiera surgido este libro, que habla de la muerte como contrapunto de la vida”.

En La ridícula idea de no volver a verte (Seix Barral), Rosa Montero cuenta la vida de Madame Curie a partir de un diario que empezó al quedar viuda. La experiencia personal de Montero —su marido, el periodista Pablo Lizcano, falleció en 2009— aparece en pocas escenas, íntimas y discretas. En un momento, ella y él están en el hospital: “Imagínate esa habitación de hospital en penumbra, los niquelados brillando con un destello oscuro como de nave espacial (…), la soledad infinita”. Él abre los ojos y dice dos palabras: un código de enorme intimidad. Y, punto y seguido, Montero desbarata cualquier sensiblería: “Lo que acabo de hacer es el truco más viejo de la humanidad frente al horror. La creatividad es justamente esto: un intento alquímico de transmutar el sufrimiento en belleza”.

“Es un dolor que siempre queda en la zona de lo indecible. Pero se puede hablar de ese dolor, y de lo bello que hay en ese dolor. Creo que esa es la función del arte: convertir carbones en diamantes”.

Hundir palabras en el dolor para que su materia terrible suelte esquirlas luminosas, astillas de una última, posible, herida belleza. 

***

“Recuerdo la manera en que pronunciaba Frank cuando estábamos solos y cómo enciende mi corazón. Puedo escucharlo y sentirlo en mi interior, es casi un graznido suave acariciado por labios espléndidos, una vocal poco cargada que flota en su aliento hasta pasar la n y luego chasquea levemente la k. Pero en su escritura, en sus correos electrónicos, siempre me llamaba Paco”. La escritora mexicana Aura Estrada murió el 25 de julio de 2007, después de que una ola, en una playa del Pacífico, le produjera heridas irreparables. Su marido, el escritor estadounidense Francisco Goldman, se hundió en un proceso enloquecido —demasiado alcohol, demasiado sexo— y, seis meses después, empezó a escribir. El resultado es Di su nombre (Sexto Piso), donde Goldman expone el cuándo y el qué desde la primera frase —“Aura murió el 27 de julio de 2007”—, pero no dice el cómo hasta el final, cuando los dos entran al mar y sólo uno de ellos sale sano y salvo.

“Este libro fue escrito desde un trauma total”, dice Goldman, desde EE UU. “Después de su muerte yo fui diagnosticado con el síndrome de estrés postraumático, y en medio de eso empecé a escribir. Cada hombre tiene su oficio. Si yo hubiese sido médico, hubiera pasado un tiempo como loco, pero al final hubiera vuelto a trabajar. En mi caso, escribo. Mi deber era sentarme y escribir. Y no tenía ninguna otra cosa acerca de la cual escribir que no fuera Aura”.

Mauro Libertella es argentino, periodista, y en 2013 escribió Mi libro enterrado (Mansalva), donde cuenta la muerte de su padre —Héctor Libertella, un escritor de culto en Argentina— y empieza, como si la honestidad desde el arranque fuera imprescindible (‘A partir de aquí, monstruos’, advierte el título del capítulo que abre La hora violeta), yendo al grano: “Mi padre murió hace cuatro años, un mediodía de octubre, en su departamento de dos ambientes en el que ahora vivo yo”.

“Cuando murió sentí que tenía ganas de escribir algo sobre eso. Empecé a leer libros sobre la muerte del padre y pensé en escribir un libro de ensayos, alternando capítulos con mi propia experiencia. Pero no salía. Y un día anoté quince escenas que me interesaba contar de la muerte de mi viejo y de mi relación con él. Y las fui escribiendo una por una”.

—¿Tomaste apuntes mientras tu padre estaba enfermo?
—No me acuerdo. Si me venían ideas, supongo que habré tratado de aplacarlas. Porque me debe haber parecido irrespetuoso tomar notas mientras él estaba vivo.

¿Antes, después, durante: en qué momento alguien se dice “amor partió y todo fue dolor, y ahora escribiré sobre su muerte”? Héctor Abad Faciolince esperó veinte años, desde 1987, para contar el asesinato de su padre en El olvido que seremos (Planeta). En Tiempo de vida (Anagrama), Marcos Giralt Torrente dice que había pensado en este libro antes de que fuera decoroso tomar notas para él. “Durante meses, mientras mi padre se apagaba delante de mí, supe que escribiría de nosotros”, recuerda. El 24 de octubre de 1977, Roland Barthes perdió a su madre y el 25 escribió su primera entrada en Diario de duelo. Extremando el método, el mexicano Julián Herbert empezó a tomar notas al pie de la cama de su madre cuando, en 2008, fue internada con un diagnóstico de leucemia. En Canción de tumba, el libro que resultó de esa experiencia, se pregunta: “¿Y si mamá no muere? ¿Valdrá la pena haber dedicado tantas horas de desvelo junto a su cama, un estricto ejercicio de memoria, no poca imaginación, cierto decoro gramatical; valdrá la pena este archivo de Word si mi madre sobrevive a la leucemia?”.

“Empecé a escribir antes de que se muriera, eso fue lo más gravoso”, dice Rafael Gumucio, desde Chile. “Necesitaba un final para el libro. Y el final era que mi abuela se muriera”.

En 2013, Gumucio publicó Mi abuela, Marta Rivas González (Ediciones Universidad Diego Portales), que cuenta la vida de su abuela y su relación con ella hasta el día de su muerte. “Me entrenaba, me aleonaba, pero cuando empezaba la pelea abandonaba mi rincón (…). Porque en su desprecio por lo que yo escribía había ante todo preocupación, temor a verme hecho polvo (…), quería ahorrarme todo eso porque no era su pupilo, ni su alumno, ni su aprendiz de brujo: era su nieto”.

“Mi abuela tenía 93 años y yo estaba desesperado porque se muriera pronto para poder terminar. Pensé que estaba preparado para su muerte, porque hacía años que ella había perdido la cabeza. Y lo sorprendente fue que cuando murió, en 2008, me afectó muchísimo. La culpa y la dificultad del material hicieron que me desmoronara. Y terminé por publicar el libro cinco años después”.

El proceso de escritura da sentido a todo lo que parece no tenerlo, pero, a la vez, exige chapotear en fango de dolor. Es probable que, del malestar que esa tensión produce, provenga una curiosa simetría: Una pena en observación, de C. S. Lewis, tiene 103 páginas; Mi libro enterrado, de Mauro Libertella, 77; Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, 131; Noches azules, de Joan Didion, 150; Mi madre, in memoriam, de Richard Ford, 93. Como si nadie pudiera permanecer en ese territorio demasiado tiempo —como si estas fueran, desde el principio, historias que buscan su final—, casi todos son libros breves.

***

Un hombre o una mujer se despiertan cada día dispuestos a escribir, a arrancar detalles del recuerdo: los mejores momentos de una vida juntos. “Tenía un espacio entre los dientes superiores y un lunar bajo el lado derecho del labio inferior (…) Era la chica latinoamericana de mis sueños, pero diez años más tarde”, escribe Francisco Goldman acerca del momento en que conoció a Aura Estrada. Un hombre, una mujer, se despiertan cada día dispuestos a escribir, a arrancar detalles del recuerdo: la punción medular, los vómitos, los aullidos. “(…) los doctores en Seattle entraron en su habitación para decirle que el trasplante de médula había fracasado (…)”, escribe David Rieff en Un mar de muerte (Debate), sobre la muerte de su madre, Susan Sontag. “Mi madre gritó: ‘¡Pero esto significa que voy a morir!’. Nunca olvidaré ese grito, nunca pensaré en él sin querer gritar yo mismo”. ¿Cómo se escribe la muerte: en qué estado de lucidez, de horror, de algarabía?
“Ha salido como un torrente”, dice Montero. “Lo escribí en estado de gracia. No hubo momentos tediosos, sino momentos intensos, y momentos más intensos todavía”.

“El tiempo de la escritura fue un tiempo de luz y de alegría”, dice Del Molino. Aunque algunas mañanas acabase llorando y tuviese que abandonar después de haber escrito media página.

“Escribir era una manera de no soltarla”, dice Goldman. “Estuve tres años escribiendo. Fueron años de oscuridad total y la única luz que existía era estar trabajando. La escritura era combatir el abismo”.

¿Cómo se escribe la muerte? ¿Azuzando el dolor, punzando sus alas de dragón para que salga entero de su espantosa madriguera? ¿Velándolo de manera pudorosa? “Continúa sin cagar pero mea cada veinte minutos (…) tengo que traer el cómodo y meterlo bajo sus nalgas, retirarlo cuando cesa el sonido, limpiar el coño con un kleenex y vaciar luego los meados en el inodoro”, escribe Julián Herbert en Canción de tumba. “Y al cabo de seis semanas estaba muerta. No hay nada excepcional que contar al respecto”, escribe en Mi madre, in memoriam, Richard Ford. ¿Cómo se cuenta la muerte: hay una forma? En 2004, Joan Didion empezó a escribir El año del pensamiento mágico (Global Rythm), que comienza diciendo: “No hice cambios en ese archivo desde que escribí esas palabras en enero de 2004, dos o tres días después del suceso”. Tensando la cuerda del suspenso por varias páginas más, sin aclarar de qué se trata ese suceso, finalmente aclara: “Hace nueve meses y cinco días, aproximadamente a las nueve de la noche del 30 de diciembre de 2003, mi marido, John Gregory Dunne (…) sufrió (…) un repentino y severo ataque al corazón que le causó la muerte. Nuestra única hija, Quintana, llevaba cinco noches inconsciente en una unidad de cuidados intensivos”. En agosto de 2005 su hija también murió, y Didion volvió a escribir sobre eso en Noches azules (Random House), publicado en 2011.

“Mis propias necesidades expresivas me iban diciendo: ‘Empieza por el final, y genera tensión”, explica Bonnett. “Y me dije que sería vergonzoso que me pusiera a hacer una prosa ornamentada con semejante tragedia. Así que lo escribí bien seco”.

“En el libro”, dice Goldman, “están todas las cosas que yo necesito para escribir una novela: patrones, ritmos, climas. Yo quería un estilo muy transparente, que no se sintiera vanidoso”.

“¿Tengo derecho a escribir que mi madre y sus hermanos fueron todos, en un momento u otro de sus vidas (o durante toda su vida), heridos, dañados, desequilibrados?”, escribe Delphine de Vigan en Nada se opone a la noche (Anagrama, 2012), un libro presentado como novela en el que escribe sobre su madre después de encontrarla muerta en su departamento.

“Es raro, porque la versión que uno escribe es la que todos van a recordar”, dice Gumucio. “Le estoy quitando el derecho a mis primos de ser los portadores de la historia, y todo eso es una culpa. Pero también siento que si no lo escribiera se perdería y que la historia de mi abuela puede ser de utilidad para alguien más. Pero es una justificación que uno inventa, porque el trabajo es ligeramente inmoral”.

“Yo creo que no tendría que dar ninguna explicación”, dice Piedad Bonnett. “Alguien me dijo: ‘Escríbalo, pero ¿para qué publicarlo?’. Y yo dije que escribo para publicar, esto no es escritura terapéutica”.

Y un día, finalmente, hay que poner en marcha los relojes, deshacer el hechizo, y escribir the end. “En la medida en que estas notas pudieran suponer una defensa contra el colapso total (…) han dado algún resultado (…); y si no dejo de escribir esta historia en un momento determinado, por caprichoso que sea, no habría razón para que dejara de escribir nunca”, escribe C. S. Lewis en Una pena en observación (Anagrama), donde aplica una lente de aumento sobre su duelo después de la muerte de su mujer por un cáncer óseo.

“Uno escribe para no morir, o para que la gente no muera”, dice Gumucio. “El resultado de la escritura es paradójico. Yo pude hablar con los muertos, estar con mi abuela los últimos cinco años. Lo que no pude hacer es que estuviera viva”.

“Escribes porque está en el ADN del escritor”, dice Sergio del Molino. “Pero yo dilaté la escritura para no tener que enfrentarme a la habitación vacía de mi hijo. Para no salir a enfrentar la vida sin Pablo”.

“(…) Te nos rompiste, mi amor, y no sé cómo decirte lo siento”, escribe Del Molino. “Y ahora ni siquiera te voy a encontrar aquí, en la punta de mis dedos, mientras tecleo este libro que no quiero dejar de escribir (…). No sé qué haré sin estas páginas”.

Libros que terminan, quizás, por el mismo motivo por el que empezaron: porque no podía hacerse otra cosa.


viernes, 1 de agosto de 2014

¿Los productos orgánicos son mejores que los convencionales? La ciencia dice ahora que sí








Creemos a pies juntillas que los frutos de la agricultura ecológica son más sanos y nutritivos que los convencionales. Pero la ciencia no lo tiene tan claro. Por cada estudio que dice que sí, hay otro que dice que no. Sin embargo, ahora la mayor investigación realizada hasta la fecha concluye que las frutas, verduras y otros productos orgánicos tienen más antioxidantes y menos metales, pesticidas y fertilizantes.

En realidad no se trata de un nuevo estudio sino de un metaestudio. Una veintena de investigadores ha recopilado casi 350 trabajos que analizaban las diferencias de composición entre los productos ecológicos y los cultivados de forma convencional. Se trata de la mayor recolección de publicaciones científicas hecha hasta la fecha. A pesar de su heterogeneidad, los científicos han obtenido muchos argumentos que gustarán a los amantes de la alimentación ecológica.

En términos generales, los productos ecológicos (en especial frutas y verduras) tienen una cantidad mayor de antioxidantes como los polifenoles y de vitaminas. Según el trabajo y los productos analizados, la producción orgánica presenta entre un 18% y un 69% más de estos metabolitos vegetales secundarios. Es como si se tomaran una o dos raciones de fruta más.

El estudio, publicado en la revista British Journal of Nutrition, también concluye que, de media, la producción orgánica presenta niveles inferiores de tres metales potencialmente peligrosos para la salud humana como el arsénico, el plomo y el cadmio. De este último, su presencia es hasta un 48% menor.

Más obvio es el hecho de que los ecológicos tienen menores residuos de fertilizantes químicos y pesticidas. Desde que en 1992 la Unión Europea aprobara la reglamentación sobre la producción ecológica, estas sustancias son tabú en la agricultura orgánica. Las concentraciones de nitrógeno, el principal fertilizante, son un 10% inferiores. Y en su formulación como nitritos, hasta un 87%. En el caso de los pesticidas, la diferencia es mayor entre frutas ecológicas y frutas convencionales, teniendo éstas hasta siete veces más de residuos.

Donde ambos tipos de producción andan más parejos es en el apartado de los macronutrientes, como son las proteínas, aminoácidos, carbohidratos o minerales. De hecho, salvo en el caso de los carbohidratos, el resto tendía a presentar mejores niveles en los productos convencionales.

“Este estudio demuestra que elegir alimentos que cumplen las normas de producción ecológica puede conllevar una mayor ingesta de antioxidantes nutricionalmente deseables y una menor exposición a metales pesados tóxicos”, decía el profesor de la Universidad de Newcastle y director del estudio, Carlo Leifert. “Este hecho constituye un dato adicional importante en la información actualmente disponible para los consumidores, que hasta la fecha ha sido confusa y en algunos casos incluso contradictoria”, añadía.

HACE UN AÑO, LA CIENCIA DECÍA LO CONTRARIO

Lo de contradictoria no lo dice Leifert porque sí. En 2009, otro metaestudio encargado por las autoridades británicas llegó a la conclusión de que no había diferencias significativas entre orgánico y convencional. Pero claro, la ciencia no es como la religión y avanza y lo hace muy rápido. De hecho, la mitad de los estudios revisados en el metaanálisis actual son posteriores a aquella fecha.

Sin embargo, en septiembre del año pasado, hubo otra revisión realizada por investigadores de la Universidad de Stanford (Estados Unidos) de 237 investigaciones sobre los productos también denominados biológicos. En su caso también incluían la producción ganadera. Sus conclusiones fueron muy diferentes a las del presente estudio. Salvo en el caso de los pesticidas, no pudieron decantarse por un tipo de producción u otra.

Está también el problema de ver el mundo en blanco y negro. Entre la producción 100% ecológica y la 100% tecnificada hay muchos grises. Por ejemplo en España (uno de los países donde más estudios se han realizado) casi toda la producción de vegetales y un número creciente de cultivos de frutales ya no usa pesticidas químicos, su principal talón de Aquiles hasta ahora, sino lo que se llama lucha integrada donde se combate las plagas con otros insectos auxiliares.

Los investigadores, además, reconocen que una cosa es que los productos ecológicos contengan más antioxidantes y menos fertilizantes y otra su impacto real en la salud de las personas. Por eso recomiendan que se abran líneas de investigación con humanos donde una parte de la muestra tenga una dieta basada en lo ecológico y la otra en lo convencional para hacer una comparación definitiva.


Lo que no resuelve esta gran investigación es el asunto de la productividad de la agricultura orgánica. El abandono de los fertilizantes químicos, de los plaguicidas o la estabulación de los animales que identifican a lo orgánico conlleva una menor rentabilidad por área cultivada.

Aunque el objeto de este estudio no era establecer el mayor o menor impacto medioambiental de la producción orgánica se da una gran paradoja: Como demostraba una investigación de la Universidad de Oxford que comparaba los efectos de ambos tipos de cultivos sobre el medio, por unidad de producto el impacto de los orgánicos es inferior pero, al necesitar mayores extensiones, a escala global es mucho mayor. Los autores de este trabajo cifraron la cantidad extra de tierra por unidad de producto en un 84% más. Si todos comiéramos ecológico, igual no había tanta tierra en la Tierra.