El País
Javier Cercas
5 de enero de 2014
Ilustración de Pablo Amargo |
Ya lo sé: para
muchos la siesta sigue siendo una costumbre bárbara y ancestral, un
privilegio inútil de gente ociosa. Nada más lejos de la verdad, aunque
yo también tardé mucho tiempo en entenderlo. De niño no me explicaba por
qué en casa, después de comer, mis padres declaraban la noche en pleno
día y cerraban la barraca, como si de golpe se hubieran cansado de estar
vivos. Más tarde, cuando era joven, feliz e indocumentado, la siesta se
convirtió para mí en la quintaesencia cochambrosa de lo español, un
invento carpetovetónico a medio camino entre el hidalgo hambriento del Lazarillo
y el castellano viejo de Larra (ninguno de los cuales, que yo recuerde,
dormía la siesta), falsedad avalada en teoría por el hecho de que la
palabra “siesta” era, al parecer, una de las dos que el español le había
prestado al mundo (la otra era “guerrilla”). Tuve que vivir en Estados
Unidos para descubrir la siesta; por supuesto, no lo hice porque allí la
duerman, sino precisamente porque no la duermen: por espíritu de
contradicción (o, por decirlo de forma menos distinguida, para joder).
Fue entonces cuando descubrí la verdad, y es que no se duerme la siesta
por ganas de vivir menos, sino de vivir más: quien no duerme la siesta
sólo vive un día al día; quien la duerme, por lo menos dos: despertarse
es siempre empezar de nuevo, así que hay un día antes de la siesta y
otro después. (Escribo “por lo menos” porque recuerdo haber leído un
artículo de Néstor Luján donde contaba que hay gente que duerme o dormía
hasta 6 o 7 siestas diarias). También descubrí que quienes no trabajan
pueden permitirse el lujo de saltarse la siesta, pero quienes trabajamos
no: de Napoleón a Churchill, de Leonardo a Einstein, todo el que curra
de verdad duerme la siesta. Sé que hay quien dice que la siesta le
sienta mal, que se despierta de ella con dolor de cabeza; la respuesta a
tal objeción es la que me daba mi madre cuando yo se la ponía: “Eso te
pasa por no haber dormido lo suficiente”. ¿Cuánto es lo suficiente? No
se sabe. Las medidas son infinitas; las más extremas son la de Cela y la
de Dalí. La de Cela es eterna: la clásica siesta de pijama,
padrenuestro y orinal. La de Dalí es insignificante: se duerme con unas
llaves en la mano; cuando las llaves caen al suelo, se acabó la siesta:
en ese instante mínimo, uno se ha dormido. Las medidas, ya digo, son
infinitas, y cada uno debe encontrar la suya. Por lo demás, antes dije
que uno duerme la siesta para vivir más; no quise decir con más
intensidad, o no sólo: hay estudios serios –entre ellos uno de la
Harvard School of Public Health– que demuestran que la siesta reduce el
riesgo de enfermedades coronarias. En el 24 de octubre de 2012, The New York Times
publicó un reportaje sobre Ikaria, una isla griega poblada por gente
que, según rezaba el título, “se había olvidado de morir”; por supuesto,
todos dormían la siesta.
Pero mi libro de
autoayuda no se limitará a ensalzar las virtudes prácticas de la siesta;
ante todo, será una vindicación moral de la siesta, una defensa de la
siesta como forma de insumisión, como manifiesto intransigente de
rebeldía: igual que Lucifer, el ángel rebelde, el héroe absoluto del
espíritu de contradicción, quien cierra la barraca en horario laboral
dice No a todos y a todo (por decirlo de forma menos distinguida: manda a
la mierda el mundo en pleno día). Ese ínfimo corte de mangas cotidiano
quizá no cambie las cosas, pero produce un placer indescriptible. Ya lo
verán; ya lo estoy viendo: me voy a forrar.
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