10 de septiembre de 2013
Elogio de la lentitud. Un movimiento mundial desafía el culto a la velocidad, de Carl Honoré:
“Todos los negocios se llevan a cabo con
un ritmo rápido. La compra y la venta, la cuenta y el peso, incluso la
charla por encima del mostrador, todo se hace con un grado de rapidez y
mucha práctica…
Los lentos y aburridos descubren pronto
que no tienen ninguna posibilidad, pero, al cabo de cierto tiempo, como
un caballo lento enganchado a un coche rápido, desarrollan un ritmo
desconocido hasta entonces. A medida que se extendían la
industrialización y la urbanización, el siglo XIX presenciaba un desfile
interminable de inventos que contribuían a que la gente viajara,
trabajase y se comunicara con más rapidez. En 1850 se registraron más de
mil quinientas máquinas en la Oficina de Patentes estadounidense,
máquinas que, como observó un visitante sueco, servían para la
aceleración de la velocidad y el ahorro de tiempo y trabajo. Londres
inauguró la primera línea de metro en 1863. En Berlín, el primer tranvía
eléctrico empezó a funcionar en 1879. Otis produjo la primera escalera
mecánica en 1900. En 1913, los Fords del modelo T salían de la primera
cadena de montaje del mundo. Las comunicaciones también se aceleraron:
el telégrafo apareció en 1837, seguido por el primer cable
transatlántico en 1866 y, una década después, el teléfono y la radio
inalámbrica. Pero toda esta nueva tecnología no habría podido ser
utilizada sin una precisa medición del tiempo. El reloj es el sistema
operativo del capitalismo moderno, lo que posibilita todo lo demás: las
reuniones, las fechas límite, los contratos, los procesos de
fabricación, los horarios, el transporte, los turnos de trabajo…
Lewis Mumford, el eminente crítico
social, identificó el reloj como la máquina esencial de la revolución
industrial. Pero no fue hasta finales del siglo XIX cuando la creación
de la hora oficial hizo que la potencia del reloj se desarrollara al
máximo. Hasta entonces, cada ciudad medía el tiempo basándose en el
mediodía solar, ese momento misterioso en que las sombras se desvanecen y
el sol parece estar directamente por encima de nuestras cabezas. El
resultado era un baturrillo anárquico de zonas horarias locales. Por
ejemplo, a comienzos de los años ochenta, la hora de Nueva Orleans
llevaba veintitrés minutos de retraso con respecto a la de Baton Rouge,
situada a 120 kilómetros al oeste. Cuando nadie podía desplazarse más
rápido que un caballo, tales absurdos apenas importaban, pero ahora los
trenes cruzaban el paisaje con suficiente rapidez como para percatarse
de la anomalía. A fin de posibilitar unos horarios de ferrocarril
eficientes, las naciones empezaron a armonizar sus relojes.
En 1855, la mayor parte de Gran Bretaña
había aceptado el tiempo transmitido por telégrafo desde el Real
Observatorio de Greenwich. En 1884, 27 naciones convinieron en reconocer
Greenwich como el primer meridiano, lo cual condujo finalmente a la
creación de la hora oficial global. En 1911, la mayor parte del mundo se
regía por la misma hora. Persuadir a los primeros trabajadores
industriales de que vivieran de acuerdo con el reloj no fue tarea fácil.
Muchos de ellos trabajaban a su propio ritmo, hacían pausas cuando se
les antojaba o no se presentaban en su puesto, lo cual era un desastre
para los directivos de la fábrica que les pagaban por horas.
A fin de enseñar a los operarios la nueva
disciplina del horario que exigía el capitalismo moderno, las clases
dirigentes promovieron la puntualidad como un deber cívico y una virtud
moral, mientras denigraban la lentitud y la tardanza como pecados
capitales. En su catálogo de 1891, la compañía Electric Signal Clock
advertía contra los males de no mantener el ritmo: Si hay una sola
virtud que debería cultivar más que cualquier otra quien desee triunfar
en la vida, es la puntualidad; si hay un error que debe evitarse, es el
retraso. Uno de los relojes de la empresa, que recibía el apropiado
nombre de Autócrata, prometía revolucionar a los rezagados y los
impuntuales.
En 1876, cuando apareció en el mercado el
primer despertador de cuerda, la puntualidad recibió un formidable
refuerzo. Pocos años después, las fábricas empezaron a instalar relojes
para que los trabajadores marcaran el inicio y el final de cada turno;
así la afirmación de que el tiempo es oro se convirtió en un ritual
cotidiano. Cada vez era más insistente el apremio para que cada segundo
contara, y el reloj portátil se convirtió en un símbolo de posición
social. En Estados Unidos, los pobres se afiliaban a clubes que
sorteaban un reloj todas las semanas. Las escuelas también apoyaban la
aspiración a la puntualidad. En el libro de lectura de McGuffey, editado
en 1881, se advertía a los niños de los horrores que podía desencadenar
la tardanza, como accidentes de trenes, negocios fracasados, derrotas
militares, ejecuciones por error y amoríos frustrados: Siempre sucede
así en la vida, los planes mejor trazados, los asuntos más importantes,
las fortunas de los individuos, el honor, la felicidad, la misma vida se
sacrifican a diario porque alguien ha sido impuntual.
A medida que el reloj se imponía y la
tecnología posibilitaba que todo se hiciera con mayor rapidez, el
apresuramiento ocupó todos los rincones de la vida. Se esperaba del
individuo que pensara, trabajara, hablara, leyera, escribiera, comiera y
se moviera con más rapidez. Un observador decimonónico bromeó diciendo
que el neoyorquino medio siempre camina como si tuviera una buena cena
por delante y un alguacil por detrás. En 1880, Nietzsche detectó una
cultura creciente de la prisa, del apresuramiento indecente y sudoroso,
que quiere tenerlo todo hecho en el acto.
Los intelectuales empezaron a reparar en
que la tecnología nos estaba moldeando tanto como nosotros la
moldeábamos a ella. En 1910, el historiador Herbert Casson escribió que
con el uso del teléfono, la mente ha adquirido un nuevo hábito. Nos
hemos desprendido de la lentitud y la pereza… La vida se ha vuelto más
tensa, despierta, enérgica. A Casson no le habría sorprendido saber que
quien se pasa largas horas trabajando con un ordenador puede
impacientarse con quienes no se mueven a la velocidad del software.
A finales del siglo XIX, un proto-asesor
de dirección empresarial, Frederick Taylor, dio otra vuelta de tuerca a
la cultura de la celeridad. En la Acería Bethlehem de Pensilvania,
Taylor utilizó un cronómetro y una regla de cálculo para determinar,
hasta la última fracción de segundo, el tiempo que debería requerir cada
tarea, y entonces las ordenó a fin de obtener la máxima eficiencia. En
el pasado, el hombre ha ocupado el primer lugar —dijo en un tono
amenazador—. En el futuro, el Sistema debe ocupar el primer lugar. Pero,
aunque sus escritos se leían con interés en todo el mundo, Taylor
obtuvo unos resultados mediocres cuando llevó a la práctica su
administración científica. En la Acería Bethlehem enseñó a un obrero a
mover lingotes de hierro cuatro veces más rápido que la media en una
jornada. Pero muchos otros obreros se marcharon, quejándose de estrés y
fatiga. Taylor era un hombre duro con el que resultaba difícil
congeniar, y acabaron por despedirle en 1901.
Pero a pesar de que vivió sus últimos
años en una relativa oscuridad y los sindicalistas lo odiaban, su credo
(primero el programa, luego el hombre) dejó una marca indeleble en la
ideología occidental. Y no únicamente en el lugar de trabajo. Michael
Schwarz, quien produjo en 1999 un documental sobre el taylorismo, dijo:
Es posible que Taylor muriese lleno de oprobio, pero probablemente se
rió el último porque sus ideas acerca de la eficiencia han llegado a
definir nuestra manera actual de vivir, no sólo en el trabajo sino
también en nuestra vida personal.
Más o menos por la misma época en que
Taylor calculaba cuántas centésimas de segundo se tardaba en cambiar una
bombilla eléctrica, Henry Olerich publicó una novela titulada A
Cityless and Countryless World [Un mundo sin ciudades y sin países], que
retrataba una civilización de Marte, donde el tiempo era tan precioso
que se había convertido en la moneda.
Al cabo de un siglo, su profecía
prácticamente se ha cumplido: hoy, el tiempo es más parecido al dinero
que nunca. En los países anglosajones incluso se utilizan las
expresiones ser rico en tiempo y, más a menudo, pobre en tiempo.
¿Por qué, entre tanta riqueza material,
la carencia de tiempo es tan endémica? Gran parte de la culpa la tiene
nuestra propia mortalidad. Es posible que la medicina haya añadido más o
menos una década a los setenta años establecidos en la Biblia, pero
seguimos viviendo a la sombra del mayor de todos los límites: el de la
muerte. No es de extrañar que tengamos la sensación de la brevedad del
tiempo y nos esforcemos por lograr que cada momento cuente.
Pero si el instinto de actuar así es tan
universal, ¿por qué unas culturas son más proclives que otras a la
carrera contra reloj?
Hasta cierto punto, la respuesta puede
radicar en nuestra manera de considerar el tiempo. En algunas
tradiciones filosóficas —la china, la hindú y la budista por nombrar
sólo tres—, el tiempo es cíclico. En la isla canadiense de Baffin, los inuit utilizan la misma palabra, uvatiarru, para designar tanto en el pasado distante como en el futuro distante.
En esas culturas, el tiempo siempre viene
y se va a la vez. Nos rodea de una manera constante, renovándose, como
el aire que respiramos. En la tradición occidental, el tiempo es lineal,
una flecha que vuela implacable del punto A al B.
Es un recurso finito y, en consecuencia, precioso. El cristianismo apremia para que utilicemos bien cada momento.
Los monjes benedictinos se regían por un
horario muy apretado porque creían que el diablo buscaba trabajo a las
manos ociosas. En el siglo XIX, Charles Darwin resumió la obsesión
occidental por aprovechar cada minuto al máximo con una severa llamada a
la acción: Un hombre que desperdicia una sola hora no ha descubierto el
significado de la vida.
En el shinto, la religión nativa
de Japón, que coexiste en armonía con la forma autóctona del budismo, el
tiempo es cíclico. Sin embargo, después de 1868, y con un ardor casi
sobrehumano, Japón emprendió la tarea de ponerse a la altura de
Occidente. A fin de crear una moderna economía capitalista, el Gobierno
Meiji importó el reloj y el calendario occidentales y empezó a promover
las virtudes de la puntualidad y el máximo aprovechamiento del tiempo.
El culto de la eficiencia se intensificó después de que la Segunda
Guerra Mundial dejara el país en ruinas. Hoy, cuando uno se detiene en
la estación de Shinjuku, en Tokio, y observa a los pasajeros que corren a
tomar un tren, a pesar de que llegará otro al cabo de dos minutos, sabe
que los japoneses han engullido la idea del tiempo como un recurso
finito.
El consumismo, que Japón también ha
dominado, es otro poderoso incentivo para ir rápido. En una época tan
lejana como la década de 1830, el escritor francés Alexis de Tocqueville
culpaba al instinto que nos hace comprar de la aceleración que estaba
adquiriendo el ritmo de la vida: Quien se interesa exclusivamente por la
búsqueda del bienestar mundano siempre tiene prisa, pues sólo dispone
de un tiempo limitado a su disposición para asirlo y disfrutarlo”.
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