El Espectador
William Ospina
7 de septiembre de 2013
COLOMBIA SE HA VUELTO IMPREVIsible. Ahora todos vivimos el asombro de lo que ocurre y la incertidumbre de lo que viene.
La dirigencia colombiana, que creía conocer el país y tener la fórmula para seguirlo dominando, parece desconcertada, da palos de ciego en sus respuestas y en sus decisiones.
El
más desconcertado parece ser el presidente. Pero es que para él es más
difícil que para los demás: no porque le estén estallando en las manos
todos los problemas, sino porque él tiene un libreto que debe obedecer, y
Colombia parece cada vez más insatisfecha con ese libreto.
Se
diría que es injusto que un gobierno padezca la herencia de todas las
crisis acumuladas. Pero este presidente ha sido parte de todos los
gobiernos anteriores: ¿cómo no va a ser justo que le toquen las
consecuencias?
El libreto es la
política neoliberal. Un modelo diseñado por los grandes poderes
mundiales para serle recetado al planeta entero. Y es de una simpleza
que causaría risa si no fuera la causa del sufrimiento y la desgracia de
millones de personas.
Consiste en
que en este mundo sólo tienen derecho a existir un modelo de economía y
un modelo de orden social, el que han alcanzado las naciones de gran
poderío industrial, militar y tecnológico. Todos los países deben
ingresar en ese esquema al que hace tiempo ya se llama el desarrollo, el
progreso, la sociedad de consumo.
Abarca
todo: la gastronomía, la salud, el entretenimiento, la cultura. Y está
diseñado sólo para el auge del capital financiero y la satisfacción de
unas élites mundiales. Estos países periféricos sólo pueden ser
consumidores de la industria multinacional, productores de materias
primas para su poderío comercial y tecnológico.
Y
así se abren camino esos contratos leoninos que se llaman tratados de
libre comercio, mediante los cuales pequeñas economías mal planificadas,
sistemáticamente debilitadas por gobiernos venales o faltos de
carácter, tienen que abandonar toda agricultura, toda industria local,
todo rasgo cultural y toda relación original con sus territorios. Entrar
en el carnaval del consumo de remanentes del gran sistema mundial, y
sólo producir lo que ese sistema necesita, lo que esos mercados estén
dispuestos a comprarles.
La
publicidad y la manipulación mediática descalifican las tradiciones
locales, y pregonan la moda, los hábitos, las adicciones y los
espectáculos del poder planetario. Una red tentacular de juguetes
fascinantes, de espectáculos deslumbrantes, de entusiasmos evanescentes
reemplaza en todo el mundo valores y costumbres. La modernidad consiste
ya en una avalancha de sutiles órdenes de la publicidad y del comercio.
Todos los países deben ser tributarios de unas sociedades centrales;
dóciles imitadores de sus modelos.
Colombia
ha vivido el progresivo desmonte de su agricultura y de su industria.
Los tratados no toleran siquiera pequeñas salvedades culturales: el
todopoderoso socio dice al final: “Lo toma o lo deja”, y los vendidos
gobiernos deben firmar los tratados que redactó el más fuerte.
Allí
se decide si los campesinos pueden o no utilizar las semillas que nos
legó una tradición milenaria; si tenemos derecho a producir nuestros
alimentos o si tenemos que resignarnos a un menú diseñado por las
tiranías de la geopolítica. No importa si estamos acostumbrados a
producir arroz o flores, cumbias o mitologías: el mercado mundial
decidirá qué vive y qué muere en las sociedades.
La
economía se limita a los precios, no a los equilibrios sociales, no a
la satisfacción de las comunidades, al trabajo, al conocimiento, o a los
valores sagrados de la memoria y del territorio. Todo lo que no sea
ciego lucro será llamado atraso y superstición.
Y
no importa que ese modelo sea precisamente el que está destruyendo al
planeta. Arrasa los bosques, degrada los ríos, envenena los mares.
Argumenta que viene a salvar a la humanidad del atraso, la pobreza y la
desdicha. Pero produce hastío para sus propios ciudadanos, violencia e
infelicidad para los ajenos, degradación del mundo, y basura, mucha
basura.
Antes nos preguntábamos si
un modelo era viable para la humanidad; ahora nos preguntamos si la
humanidad es viable para el modelo. Y parece que no, que no es viable.
Aquí, por ejemplo, los campesinos no caben en la economía.
Colombia
despierta presa de un extraño malestar. La sospecha de un orden en el
que todos terminemos siendo indeseables. Si protestamos, seremos
declarados rebeldes; si nos irritamos, nos llamarán enseguida el cartel
de los vándalos. Si queremos tener un país, seremos la encarnación del
atraso y de lo premoderno. Si queremos una cultura propia, seremos
declarados extraterrestres.
Como
antes Gaviria y Pastrana y Uribe, Santos es el encargado de velar por
que la orden se cumpla. Y está desencajado porque el país le está
diciendo que no. Al comienzo eran los campesinos de una región: los
declaró infiltrados. Después los de varias regiones: los declaró
inexistentes. Bloquearon las vías: los declaró rebeldes y envió la
represión. Entonces la ciudad se solidarizó con el campo: monumentales
manifestaciones de estudiantes y ciudadanos sorprendieron a Colombia.
El
país no obedece al libreto: opina, reacciona, los jóvenes reclaman la
memoria que les han negado, la gente comprende que los gobiernos están
desmantelando el país que tuvimos y no han sido capaces de construir
algo a cambio.
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