jueves, 18 de octubre de 2012

Medellín en positivo



Por: Jaled Abdelrahim
Blog: Kilómetro Sur
17 de octubre de 2012
EL País

3
“Medellín no es hoy lo que era ayer, ni mañana será lo de hoy, parcero. En esta ciudad nunca se sabe lo que va a pasar. Aunque ahora es verdad que estamos más bien tranquilos y que se hacen cosas como buenas para la gente, así que a ver si dura esta vaina”, me ofrece su implacable análisis un taxista que desde hace 18 años recorre a diario las anchas y ruidosas avenidas de esta urbe de dos millones y medio de habitantes, la segunda más importante de Colombia.

Efectivamente, datos y hechos me reconfirman que me encuentro en un lugar en plena transición social. Medallo, como dicen en su característico acento prolongado los oriundos paisas de esta región, avanza en positivo tratando de dejar atrás la deshonrosa y violenta fama mundial que hasta hace dos décadas grabó en su epidermis el difunto Pablo Escobar, aún hoy el narcotraficante y jefe de cártel más famoso del planeta. Hoy la arena que echan sobre esos rescoldos los que quieren apagarlos de una vez por todas está nutrida de “creación, educación, bibliotecas, centros sociales, ferias, renovación del espacio público…”, enumera Gina Catalina Loaiza, docente y tallerista de la Red de Escritores Ciudad de Medellín, un programa desarrollado por la Alcaldía de la ciudad y la Universidad de Antioquia que desde hace diez años fomenta a través de proyectos en las escuelas las habilidades comunicativas de niños, jóvenes y padres.


Al otro lado de la cuerda, aún tiran los que quieren mantener encendida esa llama negra con soplos de paramilitarismo, narcotráfico, sicariato, combos (bandas amadas que controlan las comunas) y fronteras invisibles que dividen a los grupos violentos y cuyo traspaso a menudo vale vidas. Un cáncer que sitúa a este centro económico, industrial y comercial colombiano en la decimocuarta posición del ranking de ciudades con más homicidios del mundo, pero un puesto honroso -según la teoría del vaso medio lleno- para una urbe que hace pocos años encabezaba ese macabro inventario. En ese doloroso tira y afloja vive esta ciudad en pleno desarrollo cultural y pacífico. “Vamos p’alante, parce”, sintetiza el taxista.
DSC_5450 copia
“¿Cuál de las ciudades le impactó más por su desarrollo social, arquitectura, estructura…?”, me pregunta una niña durante una charla a la que me invitaron. Lástima que llevase tan pocos días en su ciudad antes de aquella cuestión. De haber conocido más entonces, hubiese podido decirle que Medellín me sorprendió por su inclusivo y modernizador avance respecto a los otros grandes núcleos urbanos que conozco en este continente. El perfilado sistema de Metro, Metroplús y Metrocable (un transporte público masivo y eficaz en forma de teleférico), están derrumbando los muros sociales que hasta hace poco provocaba el difícil acceso de unas áreas a otras en esta ciudad que empieza en el valle de Aburrá, a ambos márgenes del río Medellín, y escala hacia las laderas de sus cordilleras por dificultosas vías.
Le hubiese contado también que la proliferación de universidades y la construcción de nueve macrobibliotecas con fines educativos, sociales y culturales repartidas estratégicamente por todas las zonas de la región me parecen un hito que demuestra una apuesta clara por la inclusión de las áreas más deprimidas y una oportunidad para muchas personas que carecían de infraestructuras donde poder reunirse, comunicarse, formar equipos de trabajo, leer, asistir a actos culturales o simplemente acceder a internet.


Le hubiese hablado de la positividad que le sugiere a un turista nuevos envites  urbanísticos como poder dar un paseo zen por el Parque de los Pies Descalzos, divertirse en el Parque Explora o el Parque Norte, visitar el planetario del Parque de Los Deseos o las obras del parque Lleras, recorrer las decenas de zonas verdes de las que dispone la localidad o disfrutar del Jardín Botánico en  una urbe a la que denominan la ciudad de la eterna primavera.


CAL_5633
No se me habría escapado mi profunda admiración por el barrio de Moravia de haberlo conocido entonces, un área junto al río que antes de convertirse en un enclave destacado por su centro cultural, sus actividades artísticas, sus parques y su posición de referencia en iniciativas educativas, fue el defenestrado Basurero de Medellín hasta que sus vecinos consiguieron lavarle la cara, el uso y el estigma.
Me pregunta Geraldín, otra niña del público, que por qué creo que es tan importante el arte en una ciudad. De haber respondido unos días más tarde,  le hubiese dicho al respecto que pienso que ella vive en una región privilegiada por la gran cantidad de iniciativas artísticas y de ocio que pude encontrar. Por ejemplo el teatro a precio libre que ofrece la sociedad teatral Pequeño Teatro, entre otras, una forma indiscutible de salvaguardar el buen y alto gusto por la cultura. También le hubiera comentado que yo me consideraría afortunado de ver a diario mis calles custodiadas por las redondas esculturas del maestro medellinense Fernando Botero, o por tener aceras llenas de flores y de cuadros pintados por los numerosos artistas urbanos que exponen a pie de asfalto, o porque no creo que haya nada que hable mejor de este lugar que la cantidad de niños que dan uso a las nuevas canchas deportivas.


Le hubiera comentado también que yo considero el arte tan importante como lo hace un joven profesor de break dance llamado David Alcalá con el que tuve la oportunidad de charlar. Él imparte sus clases gratuitas en nuevos centros culturales creados en zonas deprimidas de Medellín. Cuenta que ha visto cómo en comunas donde “los chicos venían bravos y con mentalidad violenta, la interactuación con los compañeros, el trabajo en equipo y el aprendizaje les ha acabado por convertir en buenos chicos. Chicos felices”, apostilla. Todas esas razones le hubiera dado a Geraldín de haberme preguntado unos días después.


DSC_8491 copia
“¿El lugar más divertido?”, pegunta Susana, otra oyente. No conocía yo aún que Medellín tiene la marcha y las posibilidades de entretenimiento que vi días después. De haberlo sabido, seguro que en mi respuesta hubiese mencionado momentos como una mañana sobrevolando la inmensidad de los bosques del parque ecoturístico Arví subido al Metrocable, o una tarde de hinchadas futboleras por la avenida 70 en los aledaños del Estadio Atanasio Girardot, o una velada sentado entre la juventud que invade a diario la Plaza del Periodista, o quizás una noche de rumba en los incontables bares, pubs y discotecas que lucen por toda la ciudad. Como bizarro fin de fiesta, siempre queda la que propone un bar nocturno llamado Frenos Pala que por el día funciona como taller de coches habitual.
Qué rabia que aún no hubiera experimentado en mis carnes las diversiones y bondades que me ofreció la cara amable de Medellín para poder compartir impresiones con todos aquellos chicos. Lo del constante clima cálido, lo de los puestos de comida en cada esquina, lo de que la ciudad iluminada de noche parezca el cielo puesto boca abajo... 


También me tocó ver la cara negra, por desgracia, esa que Medellín está consiguiendo enterrar. La desagradable (des)ventaja que un periodista viajero tiene sobre un turista normal. Suponiendo que yo ya habría visto de todo por ahí fuera, una chica del público de unos 13 o 14 años se interesa por saber qué es lo que me “ha dado más duro” en esos viajes que hago. De haber sido otro día el encuentro, le hubiese podido contar que fue precisamente en su ciudad, la que ella ya narra desde la escuela, donde por motivos de trabajo encontré las historias reales que me han dado más duro, -como ella diría-, en mi vida profesional. Entrevisté cara a cara a cuatro asesinos con decenas de víctimas a sus espaldas. Sicarios de esos que, junto a otros violentos, han pasado años manchado ante el mundo la imagen de su bonita ciudad, esa que ella ahora tiene derecho (y deber) de limpiar.


Le hubiese explicado que duro, para mal, da pasar una mañana con el jefe de un combo que se ríe mientras me muestra las fotos del increíble arsenal de armas que posee, que se jacta de controlar una comuna entera y de sobornar a policías y que me demuestra que solo con chascar los dedos: “¡chas!”, un adolescente de 15 años viene fugaz a mostrar al periodista que está con el man de la comuna la cocaína que se vende en su barrio. Duro, para mal, da también ver a un segundo asesino, de los de encargo y recompensa, contar que siente “poder” cuando mata, que no entiende “un mundo sin violencia”  y que asume, “sin miedo”, que antes o después le van a “detonar”. (Hay que decir que ese sentimiento duro se convierte más bien en penosa compasión cuando el mismo joven asegura que “desde peladito” no ha aprendido a hacer “otra cosa en la vida”). Cuestión de creerle, justificarle… o no.


Claro, que también le hubiese dicho a esa cría que a pesar de esos ejemplos, existen otros, y que hay motivos para ser optimista con el cambio. Porque duro, pero esperanzador, también da ver a otro de esos sicarios penar por haber sembrado el miedo en Medellín durante años, pedir en voz alta a dios (y a viejos colegas de armas) que gente como él no vuelva a hacer cosas así  y escucharle leer una carta propia en la que cita las palabras “perdón”, “cambio” y “arrepentimiento”.


Le hubiese contado a esta chica también que duro, en positivo, da ver al cuarto de esos sanguinarios hombres, un tipo “criado en la guerra de Pablo” y dedicado durante 25 años al sicariato, hablando de su honrada nueva forma de ganarse la vida, observarle deshacerse en lágrimas al relatar las atrocidades que ha vivido y cometido, y querer creer en un “Medallo” diferente. Él, en contra de la opinión de la mayoría y de las estadísticas, aún es negativo al evaluar la actual situación de violencia en la ciudad, pero en su propia disertación acaba por reconocer - y agradecer- los avances sociales en los que trabaja mucha gente: “Se matan muchas personas aún, parce”, sopesa su baremo, “pero es cierto que ahorita existen alternativas que pueden mejorar eso. Vas a las nuevas canchas y ves a 150 niños jugando en vez de a 80 marihuaneros, o a los que tomaban chorrito o a los que fumaban bazuca que había antes. Les han desplazado a los otros”, afirma. “Eso sí ha cambiado”, se convence al fin.


-    Entonces, ¿la ciudad que tú viviste de niño es, o no es distinta a la de ahora?, le pregunto.


-    Supongo que sí. Hay menos peladitos dedicados a la violencia. Todo tiene su final. Yo creo que en cuestión de 10 o 15 años, hermano, el cambio será total. Pero este no es mi tiempo, hay que dárselo a otra gente, el aire le pertenece a los pelaos de ahora. Yo quiero que mi hija viva en ese Medellín sin violencia, yo la voy a ayudar a sembrar cositas bien bonitas, no lo que me sembraron a mí. Mi historia es como la de esta ciudad, por eso es posible el cambio: Cuando uno tiene un sueño por construir, es fácil dejar de ser lo que se ha sido.


Un chico de la charla me pregunta sobre qué he “tomado positivamente” de cada uno de los viajes que he hecho. Respecto al que hice a su tierra, hoy sí, le hubiera podido decir que en Medellín he oído el bullicio de una urbe viva, he olfateado su aroma a ferias de flores, he degustado sus enormes bandejas de carne mimada, he visto correr las lágrimas de un hombre que fue asesino, y he sentido, la energía de los niños en cuyos hombros caerá el futuro de la localidad. Esa que ya trabaja por derrotar las dolorosas lacras del presente. La que sueña con enterrar el aciago estigma del pasado. Le dicen la ciudad de la eterna primavera. Esa gran ciudad. Espero haber aclarado su duda.


No hay comentarios: