lunes, 2 de julio de 2012

Trueba: "La televisión suprime al director"

Por: Rocio Arias Hofman
El Espectador
Pasada la colina de los 50, la vida se convierte para unos en una senda de estrepitosa bajada. En cambio, para otros como Trueba, Fernando, dueño con sus hermanos de la librería madrileña La Buena Vida; narrador permanente; acumulador de palabras y de imágenes.



Barichara (Santander). Son las 7:40 de la noche. Azulejos, pequeñas torcazas y canarios han comido todo el día plátanos, granos de arroz bajo los icacos. Llueve en un pueblo donde escasea justamente el agua. Un preámbulo misterioso —si se quiere— para la llegada de Trueba. Aquí está, en la tierra amarilla del tabaco. Invitado con mucho honor —lo miran alborozados jóvenes y viejos, estudiantes y campesinos— por el Ficba, un festival de cine elaborado con vocación, genuino de esta región colombiana. Qué oportunidad para indagar sus opiniones sobre televisión y cine.

Ahora que las series de televisión copan hasta titulares de periódicos, ¿qué lugar ocupan ellas en su vida de espectador?

No veo televisión, ni siquiera las cosas buenas. La tengo apagada. En mi casa, mi mujer es adicta a los informativos y algunas series. Ve Mad men y le encanta. De sólo verla, me perturba. Los decorados son tan limpios que me incomodan. Me molesta cómo se peinan, cómo se visten, me parece un simulacro de la época. Siento ganas de irme, no quiero oírles hablar. Me parece una gran mentira. Veo dos imágenes y me tengo que ir. Me produce aversión física desde mi ojo de realizador. Mucha gente me dice que estoy equivocado, que es muy buena. Esa excesiva y extraña pulcritud de los 60 me espanta. La única serie de televisión que he visto y me enganchó es The Wire, es puro Balzac, la comedia humana. El resto es como los folletines del siglo XIX, no quiero ser peyorativo sino que lo que hoy llaman modernidad es haber vuelto a esa manera de atender las historias por entregas.

En las series, para contar una historia se toman un tiempo que resulta imposible en el cine.

No creo que haga falta tanto tiempo para contar historias como sucede en la televisión, con las series. En cinco minutos se puede contar una historia, si es muy buena. Chéjov era capaz de contar una historia buenísima en 28 páginas. La necesidad de sesenta horas o mil páginas pasa a veces, pero no se necesita que todo el mundo quiera ser Tolstoi. Esta dimensión de cincuenta horas y seis temporadas es tremenda. Contar las cosas en cien minutos es un reto. Eso es el arte dramático. Son los famosos tres actos shakespeareanos. Aristóteles ya lo expuso. Saber condensar el tema, plantearlo, contarlo y desarrollarlo es un arte. Eso de relatar algo durante 14 días seguidos no sé, en cambio, si es arte o aburrimiento. Para los que no tienen vida propia puede ser útil y resultar un gran relleno. Como vivimos cada vez más en un mundo virtual, donde la gente vive mucho menos su vida y más la de los otros, pasa así. Personalmente no me interesa jugarme mi existencia de esa manera. No desconozco la inteligencia de los tíos que escribían The Wire. Yo no quiero, sin embargo, escribir cosas tan largas.

Ha habido una alternancia de roles entre el director y el guionista en las series. El segundo es el que manda...

Es que en la televisión el director no existe porque lo cambian en cada episodio. Entonces resulta que es el actor quien mejor conoce al personaje. En el fondo, la televisión lo que ha hecho es suprimir al director. Él sólo es un buen profesional que vigila que se cumpla lo que dicen y han hecho otros, sobre todo, el productor-creador. No me interesa eso porque quiere decir que el relato está en otro lado. La mirada de un director que transformaba o daba sentido a la historia, como lo hacían Welles, Renoir, Truffaut o Keaton, no existe en la televisión. Los directores de series se someten y manda el guionista. El tono es neutro, no hay estilo. Si llega un director con su mirada particular, tienen que echarlo. No me interesa practicar ese territorio. Mientras pueda evitar trabajar en una oficina como la de la televisión, lo haré. No voy a cambiar mi trabajo en libertad, independiente, donde hago lo que quiero.

¿Nota que los espectadores estén cambiando?

Está habiendo una mutación en el público. Hay un déficit grande de atención que ya lo están estudiando neurólogos, sociólogos, filósofos y educadores. La gente no es capaz de estar horas pensando. Ni siquiera es capaz de leer una novela o ver algo tranquilamente, se están levantando todo el rato. Hacen muchas cosas al tiempo. Yo, por ejemplo, no tengo celular. No quiero que me llamen ni llamar a nadie. No quiero estar continuamente comunicado. No quiero ser accesible, ni siquiera para mi madre. Me gusta el silencio, estar solo, concentrarme en mi propia vida. Veo que estamos en un momento en el que no se trata solamente de un cambio tecnológico sino de una mutación de la especie. Hasta la mano humana va a ser distinta, el pulgar va a evolucionar por el uso de los aparatos tecnológicos.

Usted suena nostálgico, como Luis Buñuel cuando en sus memorias, ‘Mi último suspiro’, hablaba de cómo se vivía en los años 20 y 30.

Sí, quizá. Tengo nostalgia de cuando nos sentábamos en un café para hablar de cine y de literatura. Discutíamos mucho. Quizás exista todavía, pero cada vez menos. Como me gusta mucho el cine, me gusta hablar de cine. Uso el e-mail y el iPod. No tengo incomodidad con ese mundo de tecnología sino que lo uso a favor mío y no en mi contra. Por ejemplo, en lugar de cargar una maleta llena de CD puedo viajar más liviano y cargar toda mi música en el iPod. Fabrico mi propio entorno. No quiero ser esclavo de esos aparatos. Nada odio más cuando voy al cine que salga un tipo hablando por el celular o buscando algo en Wikipedia. En esa pantalla de cuando yo era niño, donde aparecía Gary Cooper en una gran pradera llena de indios, ahora aparece un tío buscando en Google. Me dan ganas de salir del cine y que me devuelvan el dinero de la boleta.

Y esa percepción del mundo, ¿cómo influye en su narrativa actual?

Pues ahora me he dedicado a una película que no tiene nada que ver con estas cosas. Se llama El artista y la modelo y la escribí precisamente con el guionista Jean Claude Carriére, que trabajó clásicos con Luis Buñuel. Se estrenará en octubre de este año. Es la historia de un artista de 81 años que recibe en su estudio a una joven modelo. Me interesa la técnica tradicional del pintor. El encierro, la manera que tiene de atreverse con sus lienzos y no resolverlo con eso que llaman hoy intervenciones. Es la vida y la muerte. Cuento estas historias, que pueden ser un trippie porque quiero ir al cine y ver otra cosa que la pantalla de un ordenador. Quiero que las películas me lleven a otro sitio y no a mi casa. Como lo que me provoca, por ejemplo, la lectura que estoy haciendo de Los anillos de Saturno, de Sebald. Estoy viajando con este libro en su versión en inglés, eso es magnífico. Lo canta muy bien Leonard Cohen en su Tower of songs. Debajo de mí está Sinatra y el otro y el otro. En el cine, me pasa lo mismo. Están Renoir y Buñuel y Wilder. Tienes que dar la vida por honrar esa tradición y aportar tu granito de arena.


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