lunes, 5 de marzo de 2012

Dios y la ley


Por: Héctor Abad Faciolince
El Espectador


Voy a partir de un supuesto: Dios existe. Si Dios existe, las afirmaciones de los fieles más devotos de cualquier religión parecen muy sensatas: las leyes de Dios tienen que estar por encima de las leyes de los hombres.


Es más, las leyes dictadas por los hombres se tienen que acomodar, ante todo, a las leyes dictadas por Dios. Hasta aquí todo bien, lógico y sin problemas. El problema surge cuando uno nota que hay discordia entre los creyentes en Dios, que son quienes interpretan su mensaje. Dios es abscóndito (misterioso, secreto) y los distintos pueblos, culturas e incluso personas han oído, o leído, o intuido su voluntad de distinta manera. Una cosa ha dicho Dios a los musulmanes, otra a los judíos, otra a los católicos, otra a los luteranos, otra a los hinduistas, otra a los indios del Amazonas, etc.

Cada religión tiene sus libros sagrados y, sobre todo, tiene sus intérpretes de esos textos sagrados: sabios, doctores, obispos, ayatolas, papas, pastores, etc. Incluso cuando varias religiones son inspiradas por las mismas Sagradas Escrituras, cada denominación (por no decir cada creyente) las interpreta a su modo: para algunos su sentido es literal y si en alguna parte se dice que hay que matar a los infieles —es decir, a los que creen en otra cosa— o apedrear a las mujeres adúlteras, o quemar a los homosexuales, así mismo deberían decir las leyes de los hombres. Para otros, no hay que ser literales.

Como los humanos vivimos bastante obsesionados por el sexo, en materia matrimonial, reproductiva y sexual las discordias sí que son grandes. Algunos creyentes han oído de la boca de Dios (o de sus textos) que los hombres pueden tener todas las mujeres que quieran (los mormones); otros, que pueden tener cuatro esposas (los shiítas); unos más, que solo una y para siempre (los católicos); los de más allá, que una sola, pero no para siempre, pues pueden divorciarse (episcopales). Según interpretan algunos a Dios, los curas y clérigos pueden casarse; otros dicen que Dios prohíbe que los curas se casen. Unos oyen que Dios permite que haya curas y obispas mujeres; otros que ni riesgos. Algunos oyen que Dios permite ordenar a los homosexuales; otros oyen que Dios ordena matarlos. Sobre el aborto, la fecundación in vitro, la masturbación, las relaciones prematrimoniales, también hay discordia entre los creyentes. Dios no ha tenido un vozarrón tan nítido como para decidir de una vez y para siempre qué es lo que Él desea que hagan los hombres. Su palabra, repito, es abscóndita.

Ante esta realidad de la discordia entre los creyentes (que generó y sigue generando algunas de las guerras más sangrientas de la historia del mundo: las guerras de religión), y ante el hecho de que también hay seres humanos que no saben si hay Dios o no, y otros que niegan su existencia, desde la Ilustración se ha impuesto una idea sensata de convivencia: se deben tolerar todas las religiones, sin que ninguna de ellas pretenda ni pueda imponer su interpretación de Dios a todos los demás; y se deben separar los asuntos del Estado de los asuntos de la Religión. No conviene que una sola creencia religiosa gobierne (la evangélica, la islamista de la Sharía, la de los fundamentalistas católicos o luteranos), sino que se haga un gobierno laico y que se llegue a un consenso de leyes que no dicta Dios en su sabiduría (pero de un modo tan misterioso), sino los hombres en su ignorancia.

No hay nada peor que funcionarios que creen que su interpretación de la ley de Dios está por encima de las leyes de su país. Y cuanto más arriba esté este funcionario, peores son los conflictos. El procurador Ordóñez y su procuradora para la familia, Ilva Myriam Hoyos, se oponen con furor a las leyes colombianas que no respetan su interpretación privada de Dios. Les resulta insoportable que las mujeres violadas puedan abortar o que los homosexuales vivan en unión libre. Lo realmente insoportable es que ellos traten de imponer su religión a todos.

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