sábado, 5 de febrero de 2011

paradigma


El Espectador
Por: Diana Castro Benetti


La vida duele casi todos los días. Duelen la muela, el crecimiento y
las muertes.

Duelen las traiciones, los abandonos y las críticas. Llagas y sangre
corren por los cuerpos cuando nos levantamos, cenamos o vamos amando.
Como compañero, ese dolor parece inseparable del cuerpo que respira,
se siente vivo cuando aguanta y se hace uno con el entumecimiento de
cualquier machucón. Incluso, para algunos es más doloroso el malestar
del otro que el de la herida propia.

No hay quien no se acuerde de sus dolores. Los traemos a la memoria,
los revolvemos con el desayuno, se los recordamos a otros con quejas,
muecas y argumentos. A veces, nos damos cuenta de lo inútiles de
algunas dolencias pero con frecuencia negamos aquellos padecimientos
que deberían mantenerse vivos. Están los que huelen a abandono sin
previo aviso o los que, aunque ligeros, no son irrelevantes. La piel
recuerda. El corazón no perdona. El cerebro aviva rutas invisibles. Al
parecer, sufrir es parte de la inevitabilidad de la existencia y de
toda dignidad cultural. Cada sufrimiento tiene sus ritmos, espacios,
ideas, personas, emociones variadas y más de un corazón aplastado.
Mantener el dolor bien vivo enorgullece la vanidad y le da un lugar
útil a las miserias. Es débil la membrana entre una sana compasión y
un regodeo repetido de los dolores propios y ajenos.

Cualquier momento de quietud donde el ser sin pretensiones y el
silencio interior surjan, puede resultar peligroso para todo dolor.
Ahí, en medio de un infinito cualquiera, brotan dimensiones
desconocidas. La alegría es una de ellas. No la alegría bulliciosa y
jacarandosa, ni ésa que se disfraza de champagne o caviar, ni aquella
que está envuelta en besos de pasión sino la simple alegría de ser y
de existir. Ésa que no tiene condición, justificación o futuro, una
alegría que le sonríe a los dolores y no se amilana ante ellos ni se
achica para dejar que la amargura la apabulle.

Estar en silencio y quietud es el espacio no finito y a la vez íntimo
de una alegría sencilla de ser que no se viste de gala ni se ufana,
que reconoce lo que duele y que no niega necesidades. Convocada como
Axé, una potente diosa bahiana, esta alegría es muy peligrosa para
todo sufrimiento. Tremenda y anárquica.

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