sábado, 8 de noviembre de 2014

La caída del imperio cafetero


El Espectador
Salomón Kalmanovitz
26 de octubre de 2014

EN 1976, Héctor Melo publicó un libro titulado El imperio clandestino del café.

Portada
Allí argumentaba que la Federación de Cafeteros constituía un Estado dentro del Estado, que era dominante en todas sus organizaciones económicas, desde el Banco de la República al Ministerio de Hacienda. La llamada Escuela de Manizales había llenado muchas posiciones estratégicas de los gobiernos desde los años veinte del siglo pasado, en tanto el café proveía el 80% de las divisas (hoy es el 3,2%) que penosamente racionaba el país después de culminado el largo auge de posguerra.

Las políticas económicas eran favorables al gremio: se trataba de devaluar la tasa de cambio, sin preocuparse por la inflación; su alianza con los industriales del Triángulo de Oro, constituido por Medellín, Cali y Bogotá, concentraba el desarrollo económico en ellas, a costa de la región Caribe y del resto del país.

Si las bonanzas eran de los cafeteros, las crisis debíamos sufragarlas los contribuyentes. Los impuestos al café no entraban al cofre común sino a las arcas de la Federación, que los distribuía entre sus comités departamentales y municipales para dotarse de vías, acueductos, electricidad, educación y salud. Este reparto evidenciaba que carecíamos de democracia económica, o sea, de ciudadanos iguales frente a la tributación y al gasto, de acuerdo con la capacidad de cada cual y de las necesidades regionales representadas en el Congreso.

Tampoco éramos ni somos una democracia liberal, sino más bien un Estado corporativo en donde los gremios “conciertan” con el Gobierno para llevar sus iniciativas al Congreso. Allí, la representación surge de clientelas que organizan los mandos medios, dirigidos por una oligarquía hereditaria que se desliza por la puerta giratoria entre Gobierno y gremios.

Liquidado el pacto internacional de cuotas en 1989, la Federación tuvo que enfrentar un mundo nuevo y duro que nunca pudo descifrar; no quiso aflojar el monopolio sobre la producción y la atención al cafetero que se le había entregado durante 60 años de hegemonía. Era un mercado global de intensa competencia que exigía flexibilidad, en el que era necesario reducir costos y diversificar la oferta. Había que introducir variedades resistentes y no contar con la preferencia del mundo a favor del suave colombiano. Al tiempo que Vietnam multiplicaba su producción por diez y Brasil la duplicaba, Colombia la reducía en 50%. La Federación prohíbe al día de hoy la siembra de variedades robustas y hasta hace poco rehusaba permitir la exportación de cafés especiales, donde se concentra la demanda del público más pudiente.

La Comisión de Estudios del Café encontró situaciones de alto riesgo moral en el comportamiento de la Federación: participa comercialmente en el mercado que regula, exigiéndoles a sus competidores información con la que puede aventajarlos; recibe subsidios del Gobierno, pues la contribución cafetera no alcanza para financiar su burocracia, lo cual incentiva la toma de malas decisiones pues no tienen costo para su dirigencia; utiliza sus redes clientelistas para presionar al Gobierno a que entregue subsidios a los productores, especialmente a los más grandes, pero no tanto como para causar desórdenes, algo que aprovechó el movimiento Dignidad Cafetera para desplazarla de la negociación con el Gobierno durante el último paro. Hoy, la debilidad de la Federación permite que el Gobierno nombre a su gerente.

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