sábado, 18 de septiembre de 2010

buen viaje José Antonio






Cómo no recordar a Labordeta, aquel aragonés de voz profunda y sincera ahora que ha fallecido, en aquel local de de Santa Coloma de Gramenet, junto a Mijail y su canto a la libertad que pone la piel de gallina y otras hermosas canciones, casi todas himnos, como: somos, albada, canción de amor, me dicen que no quieres, La vieja, Aragón...Después de haberlo escuchado la primera vez un fan incondicional.

Habrá un día
en que todos
al levantar la vista,
veremos una tierra
que ponga libertad.

miércoles, 8 de septiembre de 2010

libros del silencio


Un libro es un fragmento
del silencio en manos del lector.
Aquel que escribe calla.
Aquel que lee no rompe el silencio.

PASCAL Quignard


El nombre


Cuenta san Agustín en sus Confesiones la perplejidad con la que contempló por primera vez a Ambrosio de Milán leyendo un libro en silencio: «Recorrían las páginas los ojos y el corazón profundizaba el sentido, pero la voz y la lengua descansaban». Una anécdota de la que no sólo tomamos nuestro nombre, sino que convertimos también en nuestra declaración de intenciones.

Nuestro logotipo es obra del pintor Frederic Amat, uno de los artistas plásticos más reconocidos a nivel internacional. Una «ese» de silencio, que sirve para nombrarlo y, usada convenientemente, también para convocarlo en torno nuestro.

Libros del silencio

Tratar de resumir nuestras intenciones o, en otras palabras, definir ese elemento común que deseamos que identifique a Libros del Silencio, nos parece un proyecto tan ilusorio como el de tratar de encontrar un único porqué para todos esos libros que habitan las estanterías de cualquier lector. ¿Es importante que sean de tal o cual época o saber desde qué país han viajado? ¿Que sean afines a esta o aquella corriente o que nunca antes hayamos oído hablar de su autor?

Pero si aun así es imprescindible responder a la consabida pregunta, diríamos que nuestra intención no es otra que la de encontrar buena literatura, ya sea convertida en novela, ensayo o poemario: libros, en definitiva, que dejen su huella en nosotros, que nos sorprendan y nos presten sus márgenes para pensar. Un espacio de reflexión alejado del ruido al que esperamos contribuir con nuestros libros.

Un libro y yo y ese particular e inimitable silencio que llena una habitación cuando hay alguien leyendo en ella. Un silencio diferente; porque nada tiene que ver el complejo silencio que uno produce al leer con el simple silencio que uno hace cuando, nada más, hace silencio. El silencio que brota de los libros y nos envuelve es un silencio lleno de sonidos. Un silencio que altera las coordenadas de la eternidad.

Jardines de Kensington, de Rodrigo Fresán


Provença 225, entlo. 3ª. 08008 Barcelona. tel: +34 934879637 info@librosdelsilencio.com

martes, 7 de septiembre de 2010

cara y cruz



El 3 de septiembre Jairo y Zoraida cumplieron 25 años de casados. El pasado domingo convocaron a familiares, amigos y vecinos y juntos celebramos una misa de acción de gracias y luego compartimos mesa y fiesta.

Pero así como hay días para celebrar, hay días para llorar. Lo que no imaginabamos es que fuera al día siguiente. En un accidente casero se les incendió el 'caney' lleno de tabaco que se estaba secando y perdieron gran parte de la cosecha, así como las instalaciones.

Casi las mismas personas que participaron en la celebración se unieron para ayudar a apargar el fuego y salvar lo que más se pudo.

Desde aquí nos unimos a su celebración, pero también los acompañamos en su tristeza...


domingo, 5 de septiembre de 2010

Volver a España


Héctor Abad Faciolince
El Espectador


HACE DIEZ AÑOS QUE NO VOY A ESPAña. Me han invitado a ir varias veces, pero nunca he aceptado ninguna invitación. Me han pedido que viaje para dar charlas, hacer talleres, asistir a un congreso de escritores... Una vez me dijeron que le darían un premio a un libro mío, con una única condición: tenía que ir a recibirlo allá. Me negué. Siempre me he negado por un asunto de palabra empeñada, de íntima convicción y de terquedad.

En cuanto a la palabra empeñada, la historia, que a casi nadie le importa y que muchos ni siquiera recuerdan (ni en España ni aquí), es la siguiente: un grupo de escritores y artistas colombianos firmamos una carta, dirigida al jefe de Gobierno español, diciendo que no volveríamos a España si ese país nos imponía una visa. El visado lo impusieron, pero casi todos nuestros compañeros firmantes regresaron a España poco tiempo después: García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Botero, William Ospina… Durante estos diez años hemos quedado sólo dos tercos: Fernando Vallejo y yo.

Recuerdo que en aquella ocasión 190 intelectuales españoles firmaron otra carta, apoyándonos. Fue nuestro único éxito. Fernando Vallejo, cuando la carta ya había sido enviada, llamó a decir que retiraba su firma, porque lo había pensado bien y no estaba de acuerdo: España, según él, no tenía por qué recibir a una manada de bandidos, que es lo que en general somos, para él, los colombianos. Sin embargo ha sido consecuente con aquella firma.

Después de estos diez años de inútil ausencia, en los que muchas veces me he sentido como un exiliado español que sueña con ver Granada o Lanzarote, he resuelto que no vale la pena empeñarme más en una quijotada que me hace daño sólo a mí. Tengo un motivo personal para volver: mis dos únicos hijos, como si no hubiera más sitios adonde ir en este mundo, han resuelto que nada mejor que España para estudiar y vivir. Como cualquier padre aprensivo, yo quiero ver dónde viven, y cómo, y con quién. Quiero poder estar a su lado si están tristes o enfermos. A ningún español le importa un carajo que yo vaya o no vaya a su país. A casi ningún colombiano le afecta que un escritor tozudo se niegue a aceptar invitaciones a España por preservar la dignidad de su país.

Sigo creyendo que España se equivoca al imponernos una visa a los que somos, en cierto sentido, sus parientes. Somos también sus herederos lingüísticos, culturales y religiosos. Europa se está despoblando de nativos, las europeas están en huelga de hijos. Al paso que van, en el año 2100, ya casi no habrá población nativa española, italiana ni alemana. Ellos serán reemplazados por los inmigrantes de Asia y África, por su mayor fecundidad. Si quisieran preservar eso que los antropólogos llaman identidad, más les valdría recibir colombianos que hablan español y le rezan a la Virgen, que musulmanes que hablan árabe e invocan al Profeta. Nuestro mayor y más valioso producto de exportación es gente, manos, personas dispuestas a hacer bien los trabajos más humildes: a cuidar los ancianos, a barrer la basura, a cargar las maletas, a recoger las naranjas. Y a soñar con el estudio y un futuro mejor, en la tierra de los antepasados. Nos deberían recibir, así como nosotros recibimos a millones de españoles cuando ellos eran los condenados del mundo.

Vuelvo a España. Quiero ver a mis hijos, quiero estar con ellos, quiero volver a probar la comida y el vino que más me gustan y volver a ver el cielo de Madrid, donde una vez fui feliz. A los diez años casi todos los delitos prescriben. He hecho un sacrificio muy largo; me he exiliado durante un decenio del país que más quiero, después de Colombia. “Hacer un voto es un pecado más grave que romperlo”. Prometer es una irresponsabilidad. Sé que no tengo que dar explicaciones por un acto privado. Me las doy a mí. Me estoy convenciendo a mí mismo de que puedo permitirme esta traición a mi palabra, diez años después. No aguanto más; vuelvo a España; la sangre me llama.

viernes, 3 de septiembre de 2010

La música ambiental de nuestras vidas


El Espectador
Juan Gabriel Vásquez

EL MARTES PASADO, EN LA UNIVERsidad Autónoma de Bucaramanga, un estudiante me preguntó (así, sin anestesia) qué opinaba yo de las redes sociales.

Yo había pensado hasta ahora que esas cuestiones no surgían entre los seres humanos de última generación: que los nacidos en el mundo Facebook veían las redes sociales como una parte natural de su paisaje, y las preguntas sobre estas nuevas maneras de comunicarnos, sobre cómo nos cambian y qué novedades nos traen sobre nosotros mismos, venían siempre de fuera, de los profanos o los escépticos. La pregunta de ese estudiante me demostró que la cosa no es tan así. Y pensé: todavía hay esperanza.

Nadie me tiene que explicar las ventajas y las infinitas posibilidades de las redes. Pero hay en todo este asunto un lado oscuro, tanto más inquietante cuanto que mencionarlo está mal visto. Está mal visto decir, por ejemplo, que las redes sociales tienen un lado claramente pueril: ver a cuarentones mandar mensajitos que dicen “quiero ser tu amigo” me parece, más que conmovedor, preocupante. Está mal visto decir que las redes sociales, más que informarnos de lo que hacen los demás, están hechas para que los demás sepan lo que estoy haciendo yo: hay en eso una especie de ansiedad por estar todo el tiempo a la vista, por exhibirse y ser examinados, que se acerca demasiado al narcisismo. Sentimos que sólo existimos mientras los demás nos den prueba de ello: los Twitters y los Facebooks y los como-se-llamen son sólo intentos desesperados por no desaparecer: estoy aquí, también existo, no se olviden de mí.

Es un miedo atávico: el miedo a ser excluidos del grupo, el gregario miedo a estar únicamente con nosotros mismos. Las redes sociales son la manera más sofisticada que hemos inventado de paliar ese miedo, o de desterrarlo de nuestra rutina diaria. Lo cual no es de sorprenderse en una sociedad que le ha declarado la guerra a la soledad, donde los solitarios son señalados con el dedo y se trata por todos los medios de devolverlos al redil que sea, el de la religión, el del partido, el del gremio, el de los fans de cualquier cosa: fans de Obama, fans de Larissa Riquelme, fans de las aceitunas con anchoa. Sólo haciendo ruido constante nos sentimos vivos, sólo diciendo todo el tiempo quiénes somos, qué nos gusta, cómo estamos (felices, melancólicos). Eso necesitamos: el ruido, el ruido de nuestras vidas.

Y ésa es otra guerra contemporánea: la guerra al silencio. La gente no se queda callada: guardar silencio es impensable, como si callarse un segundo fuera desaparecer, perder nuestra carta de identidad, que consiste en estar comunicándonos. Los celulares sobre la mesa, la búsqueda desesperada del wi-fi, los pulgares moviéndose frenéticamente, la ansiedad por volver a estar en línea lo antes posible (y decir algo sobre los demás, y ver lo que los demás han dicho de mí): estar incomunicado, estar en silencio, es nuestra mayor fuente de inquietud o de angustia o de franco desasosiego. No por nada somos el mundo de la música ambiental, la única de la historia que ha sido inventada deliberadamente para que nadie la escuche, compuesta para que uno no tenga la sensación de estar solo o en silencio. Y se me ocurre que tal vez las glorificadas redes sociales no sean más que eso: la música ambiental de nuestras vidas.

PD: Feliç aniverari Ton