miércoles, 25 de septiembre de 2013

el vecino que mató por ruido


El Espectador
Por: Dharmadeva
23 de septiembre de 2013

Tómese el tiempo para cerrar los ojos unos segundos y escuchar su entorno con cierta atención.
Descubrirá que el silencio desapareció de nuestras vidas. 

Hemos montado una civilización sobre las máquinas, y todas sin excepción son fuente de vibraciones que perturban: ahí están el ruido sutil y pernicioso de los transformadores, el estruendo de la obra de al lado, el jet que hace temblar los ventanales y los miles de automóviles cuyo rugido literalmente nos enferma. Hace unos pocos días en Bogotá hubo un asesinato por causa del ruido de un vecino. Vamos pasando el límite.

La contaminación auditiva es una de las más descuidadas por los organismos de control, y por los ciudadanos. Se excede el límite de decibeles la mayor parte del tiempo: los ruidos industriales y domésticos, el tráfico, el volumen de la música, las sirenas del negocio de las ambulancias que se han vuelto pesadilla incontrolable, golpean los tímpanos y afectan el sistema nervioso.

El derecho al silencio, que debería estar consignado entre los derechos fundamentales, es violado sin reato alguno. A usted le imponen los pitos de la calle, la música ambiental en los supermercados, restaurantes y centros comerciales, el bullicio en los prohibidos altoparlantes callejeros, la guadañadora en la finca del vecino, la televisión en el aeropuerto, la emisora en el bus. No es de extrañar que los niños que estudian en entornos que sobrepasan los niveles humanos de tolerancia tienen, desde luego, dificultades serias de aprendizaje, déficit de atención y problemas de lenguaje y comportamiento.

No hay un segundo en el que el sistema nervioso pueda evadirse de los agresivos estímulos auditivos del entorno.

Quizás una de las consecuencias más graves del ruido incontrolado es la perturbación del sueño, cuyos efectos son fatales para el individuo y la comunidad. Usted lo sabe: dificultad para conciliar, despertarse durante los momentos reparadores de sueño profundo, incremento de la presión arterial, vasoconstricción, arritmia cardíaca, desespero... Desde luego, al día siguiente de un sueño interrumpido por la moto que pasa, el camión de la basura o el volumen de la música vecina, hay fatiga general, depresión, incapacidad de desempeñarse adecuadamente, y una irritabilidad miserable.

Y desde luego ha desaparecido en consecuencia el silencio interior, la fuente de la paz y de la construcción de una vida espiritual que nos dé un sentido. “Porque el silencio detiene y ordena”, dice Ramón Andrés, un estudioso del silencio. “Esta necesidad de vivir ensordecido es uno de los síntomas reveladores del miedo”. Vamos perdidos. Así anda esta modernidad estrepitosa, que en el subdesarrollo es aún más patética y evidente, tapando el ruido con más ruido. Mientras a los que manejan el planeta, y el petróleo, les conviene que seamos unos borregos aturdidos.


 

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