William Ospina
3 de agosto de 2013
El Espectador
Los campesinos no tienen las influencias, ni el derecho de argumentación, ni la intensidad sonora para que su clamor alcance los oídos de los príncipes.
Y si, exasperados por la distancia extrema, llega a ocurrírseles gritar, ello bastará para que algo en el tejido sensible del poder se crispe y los declare peligrosos. Una noticia de la revista Semana del 29 de septiembre de 2010 mencionaba las zonas de reserva campesina como una fórmula posible para restituir las tierras arrebatadas a los campesinos, y para convertir a éstos en “prósperos propietarios”.
Juan
Manuel Santos acababa de posesionarse como presidente de la República, y
el 5 de septiembre, un mes después de su posesión, al presentar la
sonora “política integral de tierras” había dicho: “Tenemos un ambicioso
programa de formalización de la pequeña propiedad agraria, que les
permitirá a los campesinos convertir en patrimonio la tierra que ocupan y
trabajan”.
Ya en esa noticia se
decía que según los académicos, el conflicto había arrebatado a los
campesinos 5,5 millones de hectáreas. Debido al conflicto, había crecido
la concentración de la tierra para proyectos agroindustriales de
grandes propietarios y cada vez había menos soluciones para la pequeña
agricultura y para los campesinos desplazados.
De
esas zonas de reserva campesina, consagradas hace casi 20 años por la
Ley 160 de 1994, cinco ya existían: en Calamar (Guaviare), en Cabrera
(Cundinamarca), en El Pato (Caquetá), en el sur de Bolívar, y en el alto
Cuembí y Comandante (Putumayo), y una más, la del valle del río
Cimitarra, había sido suspendida por el gobierno de Álvaro Uribe.
¡Qué
prometedor parecía el gobierno de Juan Manuel Santos! ¡Qué preocupado
se mostraba, cuando la locomotora minera prometía ser la fuerza que
traería prosperidad al país, en resolver el problema agrario, en diseñar
un nuevo mapa de productividad, de justicia y de equilibrio para el
campo colombiano devastado por la guerra, para los campesinos
ninguneados por la dirigencia y por su burocracia!
Aquí,
en los primeros tiempos de los gobiernos, todo se ve iluminado con un
resplandor milenarista. Brotan ideas nuevas, propósitos, soluciones.
Pero tres años bastan para que los colores de la aurora se cambien por
los tintes dramáticos del atardecer, y las promesas van al cesto como
flores marchitas.
Al parecer los
gobiernos dedican el primer año a descubrir, viendo las radiografías y
los exámenes de laboratorio, qué clase de país les dejó el gobierno
anterior; los dos años siguientes a enderezar el rumbo y echar a andar
la máquina en el sentido que les parece correcto, y el último año a
atender los desafíos de la siguiente campaña electoral.
Es
fácil que no logren abrirles camino a muchas iniciativas, pero nada los
inhabilita tanto como el espíritu señorial de su política, las
influencias y los compadrazgos. Con tan poco tiempo para tomar
decisiones, con procesos tan largos y complejos, y forcejeos tan
enmarañados con el Legislativo, se entiende que apenas les alcance el
oxígeno para favorecer a sus compadres y perpetuar lo que existe.
En
el mes que acaba de pasar hemos visto dos fenómenos que tenían que ver
con esa ley redentora del campo, que pronto cumplirá 20 años: un
movimiento popular en el Catatumbo, que clama por la aprobación
gubernamental de una zona de reserva campesina como esas otras que ya
existen, con acompañamiento del Estado y con un importante esfuerzo de
inversión pública; y una maniobra de los industriales de Riopaila que
violando la ley y escudándose en sus supuestas imprecisiones, se ha
hecho a 40.000 hectáreas de baldíos, aunque nadie tiene el derecho a
acumularlos de ese modo.
Lo
sorprendente es que el mismo Gobierno que hace tres años prometía con
desvelo soluciones para los campesinos, haya dado a lo largo de varias
semanas una ejemplar muestra de firmeza ante los clamores de los pobres,
haya mostrado un carácter indoblegable en su negativa a aceptar los
reclamos de los campesinos, y al mismo tiempo haya dedicado todos sus
desvelos a encontrar una solución para que los inversionistas de
Riopaila puedan conservar sus 40.000 hectáreas mal habidas.
La
revista Semana hace tres años concluía: “La sugerencia es que los
retornos se hagan en terrenos donde se pueda hacer comercio fácilmente
y, ojalá, con campesinos organizados y con planes de desarrollo que
conformen zonas de reserva campesinas. Esto, para los proponentes, debe
contener también ‘el fortalecimiento de la economía campesina y no el
enfoque agroempresarial’ que consiste en gigantescos cultivos de
productos de exportación que, la mayoría de las veces, aporta poco
alimento para el consumo interno”.
La
misma revista, tres años después, nos dice que la decisión de legitimar
el predio de Riopaila es una solución salomónica. Por fortuna, en otros
artículos la revista Semana ha cumplido con el deber periodístico de
demostrar que la maniobra de Riopaila violó el espíritu de la Ley 160 de
1994, que era “promover el acceso progresivo a la propiedad de la
tierra de los trabajadores agrarios”.
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