Jorge Enrique Rojas
Revista Semana
19 de julio de 2013
De como un humilde muchacho boyacense está a punto de conquistar París con su bicicleta.
El ciclista Nairo Quintana y su mamá Eloísa Rojas, con los atuendos típicos de Boyacá.
Foto: Archivo particular. |
Cuando era niño le dio una extraña enfermedad que hizo creer a
todos que moriría irremediablemente antes de cumplir tres años.
Sobrevivió y no solo eso sino que empezó a estudiar, pero la escuela era
tan lejana y el transporte tan deficiente que le consiguieron una
bicicleta para que le rindiera. Él se enamoró tanto de la bicicleta y la
domó a su gusto, al punto que se convirtió en un profesional y ahora,
pedalazo tras pedalazo, está a punto de conquistar París en la vuelta
más importante del planeta: el Tour de Francia.
El periodista Jorge Enrique Rojas escribió una conmovedora y completa carta al ciclista en el diario El País de Cali y en la revista Ciudad Vaga de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle que Semana.com reproduce a continuación:
El periodista Jorge Enrique Rojas escribió una conmovedora y completa carta al ciclista en el diario El País de Cali y en la revista Ciudad Vaga de la Escuela de Comunicación Social de la Universidad del Valle que Semana.com reproduce a continuación:
Carta a Nairo
En los dos minutos que conversamos antes de que te montaran a un carro con destino quién sabe a dónde, me dijiste que tú, lo único que querías, era regresar a El Moral, esa loma de la vereda La Concepción, en Cómbita, donde hace 20 años naciste; regresar para dormir en tu misma cama, tomar leche recién ordeñada y ver de nuevo a esa novia que tienes a las escondidas. Tengo la impresión de que eres distinto a otros ídolos de barro que ante los logros, suelen sufrir de la memoria. Así que por eso también te escribo, campeón.
Me contaste que querías volver pronto, entre otras cosas, para enterarte de todo lo que ha pasado mientras estuviste lejos. Es que fueron 35 días, vea usted, dijiste con tu voz de monaguillo y ese acento lleno de sílabas estropeadas por aquella ESE arrastrada más de la cuenta por la que tanto se burlaban tus compañeros del colegio Alejandro Humboldt. Y sí, tienes razón, mientras corrías el Tour de l’Avenir, mientras ciclistas franceses y alemanes que dejabas regados en el camino te insultaban y escupían, algunas cosas sucedieron allá, en el pueblo donde alguna vez pensaron que tú, tan pequeñito y tan flaco, no podrías llegar a ser otra cosa que un buen campesino.
La
Costeña y Chapulín, por ejemplo, esos perros de raza callejera y lanas
manchadas por la mugre que cuidan tu casa desprovista de cerraduras y
chapas en las puertas, tuvieron cría: es una manada de seis cachorros de
orejas largas y colas enroscadas que ahora crecen entre las gallinas
que cacarean bajo los árboles de uchuva, tomate, mora y durazno,
erguidos a un costado del rancho en medio de bicicletas descuartizadas,
neumáticos desinflados, manubrios oxidados, pedales que están por ahí
regados como si en ese trozo del campo el ciclismo fuera abono bondadoso
para todo.
Ha
llovido por estos días. Así que no te extrañes si en el piso de madera
de tu cuarto encuentras ollas, peroles, vasijas que tu hermano Dayer ha
puesto para cuidar de la humedad esa pieza que comparte contigo. Los
agujeros del techo de la casa que tu papá levantó con adobe y tejas de
barro, lo sabes bien, no han podido ser reparados y el agua se sigue
colando. Pero tú tienes el sueño sereno. Dayer jura que aun en medio de
las tormentas duermes como un bebé y que a veces, tumbado de lado,
roncas. Tal vez no estés consciente pero eres su ídolo y en silencio es
él quien te cuida el sueño. Ese muchachito de 18 años se ha desvelado
cuando has tenido malas carreras y, dormido, discutes, dices cosas, como
si en la dimensión difusa de los sueños intentaras alcanzar lo que en
la realidad aún no logras.
***
Pero de los aguaceros caídos en tu ausencia hay algo bueno. Gracias a esa lluvia, las tinajas plásticas de almacenamiento han estado llenas. Así que Luis Guillermo, tu papá, con su cadera atrofiada por el accidente de tránsito que sufrió de joven y esas catorce operaciones encima que no pudieron remediarle la cojera, no ha tenido que pasar mayores trabajos para conseguir el agua que necesita para trabajar en la panadería que le montaste ahí, en los bajos de la casa. Y tu mamá Eloísa, con sus 46 años, también ha descansado de caminar los dos kilómetros hasta el nacimiento de Aguavaruna para traer los baldados que necesita para fregar la ropa en la lavadora de 26 libras que le regalaste con el primer premio que obtuviste dando pedalazos en contra del destino. Aunque suene manida, la frase es cierta Nairo.
Isabel
Monroy, la madre comunitaria que hace veinte años atiende Pato Lucas,
la guardería donde a los ocho meses tus papás te dejaron para poder ir a
vender verduras a las plazas de mercado de Cómbita y Arcabuco, dice que
nadie creía que pasarías los tres años de vida. Sufriste de algo que
allá, en las montañas de Boyacá, llaman “tentado de difunto”: un mal
inexplicable del que pocos, dicen, tan sólo los predestinados para algo,
logran salvarse. La mujer, que te quiere como si te hubiera parido,
cuenta que cada mes te daba una diarrea inhumana que te acosaba por días
enteros. Que la sangre se te regaba por nariz y boca cada que tosías. Y
que siempre, sin importar las veces que te bañaran, olías a muerto. Tus
ojos, entonces, permanecían tan apagados como los de un animalito
disecado.
María, señora que sabe de yerbas y otras cosas, le dijo a tu mamá que lo que pasaba es que alguien que había arreglado a un muerto le había tocado el vientre cuando aún estabas ahí dentro. Entonces le recomendó un agua hervida con cogollos de nueve árboles y un bebedizo de arracacha y tierra que de un día empezó a sanarte. El milagro ocurrió tan pronto que a los dos años, no podrás recordarlo, cuando todavía gateabas, te volaste de la guardería atravesando medio kilómetro de potreros y trochas hasta que encontraste tu casa. Eso de correr y escapar, así como lo hiciste en los riscos más empinados de Francia, contrariando pronósticos y vicisitudes que parecían mucho para tu tamaño, no es algo nuevo en tu vida: lo llevas en la sangre.
Y así también llevas el sacrificio, Nairo. Porque tu no empezaste a montar en bicicleta por gusto, sino por necesidad: porque tus papás, que ya habían ido al colegio a pedir que les rebajaran la pensión tuya y la de tus cuatro hermanos, no podían pagar el transporte para que ustedes llegaran hasta la escuela, lejos, a 18 kilómetros de tu casa, allá abajo en Arcabuco. Por eso cogiste esa bicicleta todoterreno que tu papá había comprado para ir a ver las vacas en el potrero. Por eso, ya a los 12 años, ibas y venías todos los días, a veces con tu hermana Lady trepada en la barra. Durante cinco años pedaleaste por esa cuesta que los carros deben subir en tercera, a veces segunda marcha, sin más pretensiones que ir a estudiar o llegar a los ensayos de danza.
Qué
importaba que te tardaras 45 minutos, mientras la ruta escolar se
demoraba 15. En ese tiempo, aunque no eras muy bueno, recuerda la
profesora Flor Mireya Vargas, te gustaba bailar y lo hacías aunque
aquella instructora venida de Tunja te dejara sentado. Pero tu eras
inmune al desánimo. Bajaste y subiste una y otra vez, sorteando la curva
mezquina de La Cantera y las tractomulas que más de una vez te sacaron
de la vía, como aquella vez que rodaste por el barranco y te apareciste a
clases todo reventado.
Siempre fuiste osado. Tu hermana Esperanza, que te ayudó con setenta mil pesos cuando trabajaba como empleada doméstica en Barranquilla para que pudieras comprar unos mejores pedales, creyó que ibas a desistir por tantos golpes. Hace dos años, cuando ese taxi de Arcabuco se voló el pare y te elevó por los aires y quedaste sumido en coma por cinco días, todos pensaron que sería el fin de tu carrera. Algo parecido a lo supuesto por los franceses, alemanes, italianos que ahora, en el Tour de l’Avenir, te dieron patadas y codazos, hasta que te vieron caer a la orilla del camino después de gritarte “fucking indian”. Pero no por nada, ahora pienso yo después de conocer la historia, tu te salvaste de eso que allá en tu pueblo llaman “tentado de muerto”. Eres un elegido.
Belarmino
Rojas, el dueño de la heladería de Arcabuco, también lo cree. Como si
fuera ayer, recuerda que el 4 de abril del 2005, dos días después de que
tu papá se hubiera conseguido los $270.000 para comprarte la primera
bicicleta de carreras, cuando te enfrentaste con Juan Pistolas, el
ciclista más temerario del pueblo y lo hiciste polvo en 32 kilómetros
trazados en una ruta ida y vuelta que partió de la plaza central hasta
el Alto de Sota. Ese triunfo tuyo aún es leyenda; porque mientras Juan
Pistolas llevaba zapatillas, uniforme de lycra, casco, guantes y la
mejor bicicleta de por esos lados, tu apenas ibas cubierto con la
camiseta roja que ya no aguantaba más remiendos de las manos de tu
madre. Belarmino, que ganó cincuenta mil pesos apostando a tu favor, te
regaló la plata para que comparas tu primer casco.Y tu, en
compensación, desde ese día lo llamas padrino.
Ese fue el comienzo de todo, Nairo. Así fue como tu nombre, que tu papá dice fue una iluminación en la pila del bautizo, se fue haciendo mito entre las montañas boyacenses. Así fue como los alcaldes de Cómbita y Arcabuco al fin te dieron el patrocinio para que compraras una bicicleta decente, así fue como llegaste a tu primer club, Ediciones Mar, donde por primera vez te llamaron capo. De ahí vienes, campeón, esos son los pedalazos que has dado. Gracias a ese sacrificio al fin te dicen así, campeón, como tantas veces soñaste. Gracias a ese esfuerzo, el Presidente se ha comprometido a buscar la manera de darle una casa a tus papás y construir un centro de alto rendimiento para los deportistas de tu tierra. Gracias a ti, este país atribulado por la guerra ha vuelto a recordar que del campo pueden brotar otras cosas que no sean confrontaciones. Y yo, en nombre de muchos, también quería agradecerte por todo eso. Esa es otra de las razones por las cuales te escribo Nairo, no importa que a ti, no te guste leer.
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