William Ospina
El Espectador
13 de julio de 2013
Cuando en otros países se preguntan qué hay detrás de los hechos, están tratando de identificar las causas; cuando se lo preguntan en Colombia, están tratando de encontrar un culpable.
En Brasil, después de años de invertir en la
comunidad y de un esfuerzo generoso por disminuir la pobreza, el
gobierno de Dilma Rousseff, ante el estallido de las protestas populares
que piden profundizar la democracia, ofrece a los manifestantes una
constituyente. En Colombia, después de décadas de abandono estatal, de
exclusión y de desamparo ciudadano, el gobierno, ante el estallido de
las protestas, sólo se pregunta qué demonio está detrás de la
inconformidad popular.
¿Hasta
cuándo les funcionará a los dueños de este país la estrategia de que
cuando la gente reclama y se indigna, cuando estalla de exasperación
ante una realidad oprobiosa que nadie puede negar, la causa tiene que
ser que hay unos malvados infiltrados poniendo a la gente a marchar y a
exigir?
Cuando los voceros
tradicionales de nuestro país se preguntan ¿qué hay detrás del
Catatumbo?, podemos estar seguros de que no van a descubrir tras esas
protestas la injusticia, la miseria y el olvido del Estado. No: detrás
ha de estar el terrorismo, algún engendro de maldad y de perversidad
empeñado en que el país no funcione.
Quién
sabe cuánto tiempo les funcionará la estrategia. Una estrategia muy
triste, muy antidemocrática, pero que no es nada nuevo. Uno se asombra
de que la dirigencia colombiana tenga esa capacidad escalofriante de no
aprender de la experiencia, de repetir ad infinitum una manera de
manejar el país para la cual todas las expresiones de inconformidad son
siempre sospechosas. Y es posible que haya algún infiltrado, pero una
golondrina no borra la noche.
Hace
demasiado tiempo que protestar en Colombia es sinónimo de rebeldía, de
maldad y de mala intención. Todavía flota en la memoria de la nación esa
masacre de las bananeras, que no es una anécdota de nuestra historia
sino un símbolo de cómo se manejaron siempre los asuntos ciudadanos.
En
toda democracia verdadera, protestar, exigir, marchar por las calles es
lo normal: es el modo como la ciudadanía de a pie se hace sentir,
reclama sus derechos, muestra su fuerza y su poder. Y en todas partes el
deber del Estado es manejar los conflictos y escuchar la voz ciudadana,
no echar en ese fuego la leña de la represión al tiempo que se niegan
las causas reales.
Pero si un
delegado de Naciones Unidas dice una verdad que aquí nadie ignora, que
“la población allí asentada reclama al Estado, desde hace décadas, el
respeto y la garantía de los derechos a la alimentación adecuada y
suficiente, a la salud, a la educación, a la electrificación, al agua
potable, al alcantarillado, a vías, y acceso al trabajo digno”, y añade
que la muerte de cuatro campesinos “indicaría uso excesivo de la fuerza
en contra de los manifestantes”, este Estado, que nunca tiene respuestas
inmediatas para la ciudadanía, no tarda un segundo en protestar contra
la abominable intromisión en los asuntos internos del país; el Congreso
se rasga las vestiduras, las instituciones expresan su preocupación, las
fuerzas vivas de la patria se indignan y los medios se alarman.
Nadie
pregunta si las Naciones Unidas han dicho la verdad, defendiendo a unos
seres humanos que son nuestros conciudadanos, una verdad de la que todo
el mundo debería poder hablar, así como nosotros podemos hablar de
Obama y de Putin, o de los derechos humanos en China. Para esas fuerzas
tan prontas a responder, el funcionario está irrespetando al país. Y el
irrespeto que el país comete con sus ciudadanos se va quedando atrás, en
la niebla, no provoca tanta indignación.
Así
fue siempre. Aquí, en los años sesenta y setenta a los estudiantes que
protestaban no les montaban un escándalo mediático: les montaban un
consejo verbal de guerra. Todo resultaba subversivo. Las más elementales
expresiones de la democracia: lo que en Francia y en México hacen todos
los días los ciudadanos, y con menos motivos, aquí justificaba que a un
estudiante lo llevaran ante los tribunales militares y lo juzgaran como
criminal en un consejo de guerra.
Y
los directores de los medios de entonces, que eran padres y tíos de los
actuales presidentes y candidatos a la presidencia, no veían atrocidad
alguna en la conducta del Estado sino que se preguntaban, como siempre,
qué maldad estaría detrás de esos estudiantes diabólicos.
Siempre
la misma fórmula. Tal vez por ella se entiende que, hace un par de
años, un exvicepresidente de la República, sin duda nostálgico de
aquellos tiempos en que el papel de los medios era sólo aplaudir al
Estado, se preguntaba ante una manifestación estudiantil pacífica por
qué la policía no entraba enseguida a inmovilizar con garrotes
eléctricos a esos sediciosos.
Esos
son nuestros demócratas: la violencia de un Estado que debería estar
para servir a la gente y resolver sus problemas, merece su alabanza;
pero el pueblo en las calles, que es el verdadero nombre de la
democracia, les parece un crimen. Quizá por eso algunos piensan que ese
personaje debería gobernar a Colombia: se parece tanto a nuestra vieja
historia, que sería el más indicado para perpetuarla.
Ahora
bien: si las verdades las dicen las Naciones Unidas, son unos
intervencionistas; si las decimos los colombianos, somos unos
subversivos, ¿entonces quién tiene derecho aquí a decir la verdad?
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