Nacido allí en 1935, el director descubrió su vocación por el cine a finales de la década de los sesenta, después de haber abandonado la carrera de abogado y licenciarse en Literatura en París. En la capital francesa llegó a apuntarse a una escuela de cine, pero decidió volver a su patria y dedicarse al periodismo. Trabajaba como crítico de cine en el diario
Demokratiki Allaghi cuando los militares dieron el golpe de estado en Grecia en 1967 y el periódico fue clausurado. Y se pasó al cine. “En mi infancia, yo iba a las salas como a una fiesta, con amigos, vecinos... Era una acción social, surgían amigos, amores... La televisión destruyó todo ese tejido social, porque la ves solo”, recordaba en 2008 en Madrid, cuando estrenó
el documental Un lugar en el cine, de Alberto Morais, que coprotagonizaba junto a Víctor Erice. Angelopoulos, cuyas películas solían ser de gran duración, echaba de menos el éxito en taquilla de filmes de tres horas, “hecho que sí ocurría hace décadas”, e insistía en la importancia de la educación. “Tanto en general como en que en las escuelas se vea cine, se hable de cine, se enseñe a ver cine”. Un cine como el suyo. Su primer largometraje,
Anaparastasi (1970), logró el suficiente reconocimiento como para que pudiera filmar la trilogía conformada por
Días del 36 (1972),
El viaje de los comediantes (1975), y
Los cazadores (1977), que describían la historia de Grecia desde los años treinta a los setenta. El éxito internacional le granjeó un nombre en el panorama europeo. “Soy un hombre pesimista, porque creo que las nuevas generaciones de cineastas no lograrán sacar adelante sus trabajos, más aún si optan como yo por una visión muy personal”, solía repetir en las entrevistas. En los ochenta realizó películas menos políticas, como
Viaje a Cythera (1984) (Premio al mejor guion en Cannes) o
Paisaje en la niebla (1988) (León de Plata en Venecia) antes de volver a ponerse de moda con sus tomas largas , bajo la lluvia o brumosas, que marcaban
La mirada de Ulises (1995) (premio de la crítica en Cannes), protagonizada por Harvey Keitel, y
La eternidad y un día (1998), con Bruno Ganza, Palma de Oro en Cannes. Pero cada vez le costaba más sacar financiar sus trabajos, y hubo que esperar hasta 2004 para que arrancara una trilogía con
Eleni. Volvía el Angelopoulos más político, que hablaba de la inmigración y enclavaba sus historias de amor en mitad de momentos importantes de la historia de Grecia. Cuatro años después llegó su continuación,
El polvo del tiempo, en la que Willem Dafoe encarnaba a un director estadounidense que rodaba un filme sobre sus padres, griegos. Junto a Dafoe también actuaban Irene Jacob y Michel Piccoli. El coguionista era otro grande, Tonino Guerra, ejemplo del profundo amor de Angelopoulos por Italia: muchos de sus filmes fueron coproducciones habitualmente financiadas por la RAI.
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