sábado, 28 de septiembre de 2013

en los zapatos del otro


El Espectador
Diana Castro Benetti
27 de septiembre de 2013

Todo dolor es inoportuno. No pide permiso para instalarse en el lugar más incómodo. Duele, el pie, el dedo, la barriga, la espalda.

 Duele en exceso cuando somos pequeños o el pellizco de alguien malvado. Duele cuando los dolores son tan de adentro que son difusos y huidizos. Duele todo el cuerpo por la fiebre común o sólo un pedacito cuando está quebrado. Duele en las noches con los fríos o cuando se dilatada con el calor. Cuerpo y dolor, uno solo porque el uno aloja al otro, el uno necesita al otro.

Resulta extraño que a unos les duele más que a otros y a unos les duele lo que a otros no. Dolores subjetivos porque no hay medida ni realidades únicas sobre qué debe doler y qué no. Márgenes que le devanan los sesos hasta al más científico. Nunca duele lo que debe doler o si duele, no se sabe el por qué. Cuerpo y dolor, verdadero condimento para fanáticos, exóticos religiosos o sadomasoquistas y al que, a veces, ni el opio atenúa. Es como si el placer no tuviera sentido sin el dolor.

También hay dolores invisibles y transparentes. Los que están atados a las expectativas del afecto, al recuerdo de una caricia que ya no está o al anhelo difuso de una unión cósmica. Están esos dolores que duelen en ninguna parte pero que andan por todos lados como si fueran el vacío. Están los huecos de las ausencias y los dolores de los que nunca volvieron. A nadie le duele más porque a todos les duele por igual aunque el dolor siempre sea distinto, propio, único. Dolores, gentes y tiempos que se alimentan de nostalgia y melancolía ancladas en el hígado o en otros siglos.

Y el dolor también pasa porque, por fortuna, viene a ser como un invento. No es ni eterno ni permanente. Como imaginario busca sus excusas, defiende sus argumentos y se amarra a sus propias decisiones según el rango o los aguantes personales. Nos duelen los supuestos, lo que se nos impone, lo que un alguien nos impide. El dolor puede obligar al cambio y a la atención consciente en el presente, invoca la existencia. Es maestro y verdugo a la vez.

Pero cuando se mira un poco más allá de sí, hay dolores que también duelen como los de las injusticias, las inequidades, los egoísmos y las violencias absurdas. Duelen los dolores de los otros, de los que sufren, de los que no tienen opciones, de los que luchan sin resultado, de los débiles, de los atropellados. Son esos dolores que por infinitos no se pueden ni revelar y tantos quieren acallar. Y aunque todos esos dolores tienen la misión del despertar y del reflejo, como diría cualquier buda, ojalá nos dolieran más los dolores de los otros para que algún día podamos, por fin, desertar del sinsentido de estar haciéndonos doler.


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