Semana
Álvaro Sierra
24 de marzo de 2012
Abandonada desde siempre por el Estado, entre la guerra, la coca y el invierno, una de las regiones más duras y hermosas de Colombia empieza a vivir el capítulo más difícil de su turbulenta historia.
Visto desde arriba, El Tarra luce como tantos otros pueblos de Colombia:
un reguero de casas apaciblemente asentado frente al río, en un
estrecho valle ensombrecido por las nubes. En el tramo final de la
carretera que llega de Ocaña, las acrobacias de los viejos Renault que
hacen el trayecto y se deslizan con insólita destreza por el fangal de varios
kilómetros que desciende abruptamente hacia el poblado, concentran toda
la atención del viajero que llega a un lugar reputado como uno de los
sitios más peligrosos del país. Justo antes de las primeras casas, el
conductor entrega 5.000 pesos a una joven que levanta la guadua que
cierra el paso. Doscientos metros más adelante, una base militar
flanqueada por garitas con sacos de arena pintados de verde y centinelas
en arreos de combate domina el casco urbano. El centro y el parque,
llenos de gente y de motos, se vacían no bien cae la tarde, como todo el
pueblo. La gente se acuesta temprano –unos en sus casas y, por estos
días, otros, fuera de ellas, en albergues improvisados– rogando que
amanezca pronto y, al menos esa noche, no pase nada en El Tarra, un
polvorín que, como todo el Catatumbo, encierra las claves del futuro de
la guerra y la paz en Colombia.
“Dos pelaos de civil, con pistolas, me pararon, me obligaron a atravesar el bus y a salir corriendo”, cuenta al día siguiente Jairo, chofer de uno de los buses que todavía se arriesgan por estas carreteras. Desde la madrugada, su vehículo, pintado con letreros en aerosol negro que dicen “carro bomba” y “Farc.EP”, bloquea la pantanosa vía de bajada hacia El Tarra, a unos dos kilómetros del pueblo. Tomará cerca de una semana que peritos en explosivos lleguen de Cúcuta o Bogotá a verificar si se trata de un falso carro bomba o uno de verdad. En el día, los viajeros se limitan a desmontar del vehículo en el que llegan, pasan junto al bus y caminan hasta el pueblo, cargando hijos y corotos. Pronto los mototaxis acuden a prestar servicio a los viajeros. “Los prudentes apagan el celular para pasar al lado del bus; los demás, pasamos y listo”, cuenta uno. “Es la segunda vez que me pasa”, concluye Jairo, resignado.
Viajar al Catatumbo es ir a otra Colombia. Escenas como la de este bus que paraliza una carretera una semana, cilindros que la guerrilla lanza contra instalaciones militares y acaban aterrizando en casas vecinas y bombas que matan por igual uniformados y civiles son las noticias que los medios nacionales publican con macabra regularidad desde comienzos del año sobre El Tarra y los demás pueblos de la región. Para el resto de Colombia, el Catatumbo es el país de la guerra. Y lo es, también, para el gobierno, que está enviando miles de soldados de la recién creada Fuerza de Tarea Conjunta Vulcano para combatir a las Farc y el Eln en uno de sus santuarios y a grupos de fuerzas especiales para buscar, entre otros, a Timochenko e Iván Márquez, los dos jefes de esa guerrilla que se cree se mueven entre esa región y Venezuela, y a Megateo, que lidera una facción narcotizada del antiguo EPL.
Pero el Catatumbo no es un teatro de guerra, o al menos no es solo eso, para sus habitantes. A ellos, más que los tiros y las bombas, les preocupan otras cosas. Y por eso también, viajar al Catatumbo es ir a otra Colombia. Una donde, en medio de la guerra, la vida ordinaria continúa y se oyen otros clamores.
Otros clamores
“Hay factores que perjudican a la gente más que el orden público; hay problemas más importantes a los que los atentados les hacen una cortina de humo”, dice Yeison Claro, secretario de gobierno de El Tarra. Y esta no es solo la visión de un funcionario. A lo largo de la semana en la que este corresponsal recorrió el Catatumbo, en cada pueblo toda la gente con la que habló insistió en los mismos tres problemas básicos, que llevan décadas sin solución: la salud, la educación y la carretera.
El puesto de salud de El Tarra tiene las paredes desconchadas por el agua de las goteras. La radio no sirve. La ambulancia lleva cuatro meses en reparación y los enfermos de urgencias deben pagar bus o expreso hasta Tibú u Ocaña. Un anciano con edema pulmonar que enviaron a Tibú murió en el camino. “Llegó a las siete, salió en el bus de 11 y a la 1 estaba muerto”, cuentan, apesadumbrados, los médicos. El dispensario de drogas está vacío y no hay oxígeno. El electro sacó la mano y no hay reanimador cardiovascular. A la camilla de partos, forrada en un plástico rojo barato pegado con esparadrapo, le faltan los estribos ginecológicos: “a las mujeres se les resbalan los pies y no pueden pujar”, dice el doctor José Rangel. A él y a su colega Armando Sánchez, les deben varios meses de salario. “Nadie quiere venir a El Tarra –dice este último–. Un colega vino a reemplazarme en diciembre y después de la primera balacera se fue”.
El puesto de salud de La Gabarra luce mucho mejor. El ejército lo pintó y donó una silla de odontología. Pero la máquina de rayos X lleva un año sin instalar. El centro tiene dos ambulancias: según informaron, una está desarmada, en un taller en Cúcuta, hace cuatro meses, y la otra, luego de pasar otro tanto en reparación, llegó sin luces, sirena ni doble tracción. Sin esta última es impensable recorrer los 70 kilómetros hasta Tibú, que en invierno pueden tomar 10 o 12 horas por el indescriptible estado de la vía. Sin ambulancia que haga la ruta no hay reposición de drogas y los pacientes graves deben enviarse por río hasta Venezuela, donde les permiten trasladarlos por carretera hasta la frontera, cerca a Cúcuta. La ambulancia de Las Mercedes estuvo varada 28 días a un lado del camino antes de que la llevaran al taller. “Aquí hay dos tensiones: el orden público, y que llegue un paciente grave, sin ambulancia, al que toque decir: ‘búsquese la funeraria”, dijo uno de los médicos con los que habló este corresponsal.
El año escolar raramente empieza a tiempo en el Catatumbo. La rectora del colegio de El Tarra debió irse, amenazada. “Hay seis profesores para 400 estudiantes, así que el estudiante llega a clase a la hora en que hay profesor, estilo universidad”, dice una de las educadoras, quejándose de que, como muchos colegas salen huyendo por los tiros, sus reemplazos solo llegan meses después de iniciado el año lectivo. En febrero, las clases aún no arrancaban en forma en La Gabarra. En Las Mercedes, Ronaldo Mendoza, rector del colegio, cuenta que le faltan nueve profesores, que salieron apenas empezaron los ataques de las Farc contra la estación de policía. “Apenas sonaron unos tiros y se fueron”, se lamenta, explicando que trata ahora de que el gobierno departamental contrate profesores maestros oriundos del pueblo, que no se irían tan fácilmente.
Y la carretera… El mantra de los habitantes del Catatumbo es la carretera. Aquí las distancias no se miden en kilómetros sino en horas. La vía más importante de Norte de Santander, entre Cúcuta y Ocaña, es una cinta de asfalto que parece que alguien hubiera cañoneado, interrumpida por troneras que doblan el tiempo del recorrido, y salpicada de derrumbes en medio de precipicios de vértigo. De Sardinata a Las Mercedes hay apenas 47 kilómetros… de charcos, pantanos y boquetes en los que invierten hasta seis horas de saltos y traqueteos las camionetas cuatro por cuatro especialmente suplementadas que prestan el servicio público. La alcaldía de El Tarra llevaba la basura a Tibú, pero el río acabó hace meses con el puente a la entrada del pueblo y ya no hay paso. Ahora, le cuesta una pequeña fortuna mensual pagar el camión que la transporta a Ocaña por la única otra vía de acceso.
Esta carretera, pese a los fangales, se mantiene abierta por un milagro de organización social: las juntas de acción comunal decidieron instalar peajes voluntarios a lo largo del camino y cobrar desde 5.000 pesos a vehículos pequeños hasta 15.000 a camiones, para invertir lo recolectado en el mantenimiento de la carretera. La guadua que una joven levanta a la entrada de El Tarra es parte de este sistema que, desde su inicio en junio hasta enero de este año, recolectó 430 millones de pesos. SEMANA asistió a una reunión de cerca de 30 personas donde se rindieron cuentas del peaje. “Si no se hubiera hecho esto, no tendríamos carretera”, dijo uno de los líderes. Por todo el Catatumbo, cada vereda responde, con trabajo comunitario, por la manutención de un tramo de las vías más pequeñas. En esto, como en todo, lo que debería hacer el Estado por la gente, lo hace la gente por sí misma.
Y ahora, la guerra
Sin embargo, más allá de estos clamores, es innegable que la guerra es una realidad avasalladora en el Catatumbo. No solo porque lleva décadas sino porque está a punto de entrar en una nueva fase. Y el resultado es incierto.
“Yo venía de Ocaña en la moto cuando un muchachito me pidió llevarlo –cuenta un habitante de El Tarra–. Tendría 10 o 12 años. ‘¿Para dónde vas?’, le pregunté. ‘Voy a comprar un novillo’, contestó. ‘Tengo un millón doscientos’. Aterrado, le pregunté de dónde tenía ese dinero un niño de su edad. ‘Tengo mata’ –me dijo sin parpadear– ¿usté no?’”.
El Catatumbo lleva treinta años con “la mata”, como llaman a la coca. Y le han tocado todas las violencias. Las primeras guerrillas, el Epl y el Eln, llegaron a fines de los setenta y comienzos de los ochenta. Años después vinieron las Farc. Y la economía cocalera se instaló para quedarse. Cuando los paramilitares inauguraron con dos masacres el lustro de terror que duraría hasta su desmovilización en 2004, y obligaron a las Farc y el Eln a replegarse, La Gabarra era, después de La Hormiga (Putumayo), uno de los grandes centros de producción de cocaína en Colombia y en sus calles atiborradas de cocaleros que tiraban el dinero a manos llenas se mataban hasta 300 reses un domingo.
El último informe de la Comisión Nacional de Reparación calcula que, entre 1997 y 2009, hubo en la región 25 grandes masacres con 203 muertos, 72.000 desplazados (la población de sus seis municipios ronda hoy las 109.000 personas) y 430 víctimas de minas antipersonales. Norte de Santander es el departamento con más desapariciones forzosas en Colombia y Catatumbo encabeza, de lejos, la lista. Los ‘paras’ llegaron a tener una cárcel, un lóbrego calabozo de cemento y rejas oxidadas, donde encerraban a quienes se disponían a torturar y matar, que hoy sigue en pie en la vereda El 60, mudo testimonio de una de las épocas más horrendas del Catatumbo. Y no solo ellos protagonizaron horrores. A las Farc se les atribuyó, entre muchos otros, la matanza de 34 raspachines en una vereda de La Gabarra, en 2004.
Hoy el Catatumbo es quizá el único lugar de Colombia donde las Farc lograron copar los espacios dejados por los paramilitares. “Ven todo, saben todo”, dice un habitante. Según cuentan en voz baja, cobran en La Gabarra ‘impuesto’ a todos los negocios, que muchos viajan a pagar a un corregimiento vecino en el que las casas están ‘censadas’, como dicen por estos lares, con letreros pintados conmemorativos de Marulanda y Jojoy. La frontera les pertenece. Controlan el transporte por los ríos, por los que viajan gasolina, cemento y otros insumos para el procesamiento de la coca. A lo largo del río Catatumbo se ven ocasionales ‘cocinas’ en las que la hoja es transformada en pasta. Cargadas de grandes timbos azules de gasolina, recuas de mulas –los “carrotanques del Catatumbo”, las llaman– se encaminan hacia las zonas rurales bajo su control, ahora alrededor de los poblados de San Pablo y El Aserrío, en el municipio de El Tarra, adonde se ha desplazado el cultivo en los últimos años.
Los guerrilleros se aparecen en las carreteras cuando quieren y han decretado ‘paros armados’ que se cumplen a rajatabla. Administran justicia y resuelven pleitos entre los campesinos. ‘Tocó ir río abajo’ dice la gente cuando la citan, y acude sin falta. Han llegado a censar la población de algunas zonas, para solo dejar entrar a los que figuran en sus registros. Se habla –cosas que este corresponsal no pudo verificar por sí mismo– de ‘cristalizaderos’ (laboratorios para fabricar cocaína) en la frontera, de complicidades con la Guardia venezolana. En un pueblito cercano a La Gabarra las Farc colgaron en diciembre en un cartel de Feliz Navidad. “Uno ve que la guerrilla va para atrás en muchos sitios, pero aquí no; la guerrilla va para adelante aquí”, dice un conocedor de la región.
Después de años sin autoridad, durante el gobierno de Álvaro Uribe se instalaron estaciones de policía en los pueblos. En El Tarra, contra las normas del derecho internacional, parte de la base militar está dentro del casco urbano. Las Farc las han declarado objetivo militar y, además de sembrar el pánico poniendo al paso de las patrullas de soldados y policías bombas que a menudo cobran víctimas civiles, han ordenado evacuar las viviendas en cien metros a la redonda. En las noches, llueven los cilindros y los disparos contra los puestos oficiales, que responden hasta con morteros. El resultado más notorio de este fuego cruzado son muchas viviendas destruidas y una de las formas de desplazamiento más insólitas de Colombia: el desplazamiento para dormir. La gente que vive cerca a retenes e instalaciones policiales y militares, abandona su casa no bien cae la tarde y se dirige a las de familiares o a refugios improvisados. Los días que este corresponsal pasó en El Tarra, poco después de que varias viviendas y la Alcaldía se vieran afectadas por explosiones, un centenar de personas pasaba la noche en la Casa de la Cultura, y la alcaldía los registraba como desplazados.
Estado en uniforme
Ahora, el Estado, que lleva medio siglo de espaldas al Catatumbo, ha anunciado que, por fin, va a llegar. Para empezar, lo está haciendo en uniforme. La Fuerza de Tarea Conjunta Vulcano, que comanda el general Marco Lino Tamayo, sumará, junto a la Brigada XXX, cerca de 7.000 hombres, que planean lanzar una ofensiva en la retaguardia estratégica de las Farc, el Eln y Megateo. La respuesta no se ha hecho esperar y, por eso, el conflicto armado arrecia desde fines de año por todo el Catatumbo.
El general Tamayo es conciente de que los militares no la tienen nada fácil, y su meta es, en uno o dos años, “generar condiciones de seguridad que permitan al Estado ingresar con todo el tren social”. Esa es la otra componente: el Plan de Consolidación, que combinará, según se anuncia, la coordinación de la inversión social y de desarrollo con la erradicación de la coca. Según Álvaro Balcázar, director de la recién creada Unidad de Consolidación Territorial, el Catatumbo será objeto de la mayor inversión entre todas las zonas de consolidación, cerca de 2,3 billones de pesos hasta 2014. La erradicación de los cultivos, manual y con aspersión aérea, está a punto de empezar.
El reto del gobierno es colosal. Si bien los atentados recientes de las Farc han generado indignación entre la gente pues la mayoría de las víctimas son personas y bienes civiles, como dijo un funcionario departamental, “hay una resistencia muy fuerte en las comunidades a la fuerza pública”. Décadas de abandono y olvido del Estado solo le dejaron al Catatumbo la coca como única economía y la guerrilla como autoridad casi exclusiva. Venir ahora a intervenir manu militari tendencias que llevan al menos treinta años, en una región que ha protagonizado docenas de paros cívicos y cocaleros y que tiene una tradición de organización comunitaria que ni la barbarie paramilitar logró acabar, será inmensamente difícil.
El invierno ha sido, quizá, la más patente muestra de las debilidades del gobierno. Aunque llegaron mercados y ayudas, de las casas de La Gabarra siguen sacando en carretillas todavía el barro seco que quedó de la inundación que, en noviembre, anegó medio pueblo. El puente caído en El Tarra, las carreteras intransitables, las casas derruidas por las crecidas siguen ahí, meses después, como recordando al gobierno su inmensa deuda con el Catatumbo. Y ya empieza a llover de nuevo.
Además del desafío de ganarse los corazones y las mentes de la población, como dice un veterano conocedor de la región aquí están en juego “cuatro realidades bastante peligrosas, cuatro huevitos: el del narcotráfico, el de las tierras, el extractivo y el de una frontera politizada”. Por eso, esta región de montañas vertiginosas rebosantes de agua y niebla y de planicies ardientes de petróleo, carbón y palma, es un laboratorio de la paz y la guerra en Colombia. De lo que haga o deje de hacer el gobierno, de las promesas que cumpla o no y de la conducta de los militares frente a la población civil depende no solo lo que pase en el Catatumbo sino, quizá, en el conflicto en Colombia.
Lo más difícil será superar la desconfianza de la gente. El Catatumbo ha oído ya muchas promesas. Como dice don Bernardino Carrero: “este enero hizo 27 años que llegué a La Gabarra, y la carretera estaba llena de enterraderos y pantanos. Veintisiete años después sigue siendo la misma carretera”. ¿Será otra antes de que acabe el gobierno Santos?
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