El Espectador
William Ospina
8 de junio de 2013
¿Será verdad que están muriendo en masa las abejas en los Estados Unidos? ¿Qué significa que los científicos estén hablando de una suerte de apocalipsis de las abejas? ¿Será verdad que Albert Einstein anunció que la muerte masiva de esas diminutas criaturas podría acarrear la de la especie humana?
Oímos decir que
Vladimir Putin estuvo a punto de no recibir esta semana a John Kerry en
el Kremlin porque los Estados Unidos se niegan a discutir el tema de las
multinacionales que ahora hacen su negocio con la alteración de las
semillas y la invención de pesticidas y fertilizantes. Y oímos decir que
el gobierno norteamericano no reacciona ante esas empresas que
manipulan las especies con el argumento de que las están fortaleciendo
frente a determinadas amenazas, no porque esté convencido de que los
transgénicos no son peligrosos, sino porque Monsanto y otras marcas
están entre los poderosos financiadores de su campaña.
¿Hasta cuándo estarán los países en manos de esos poderes que están en condiciones de financiar las costosas campañas electorales de los gobernantes de este tiempo? ¿Y hasta cuándo seguiremos llamando democracia a poderes elegidos por el que más dinero tenga, esto que Borges llamaba “ese curioso abuso de la estadística”?
¿Hasta cuándo la humanidad va a persistir en la costumbre insensata no sólo de abandonar una dieta alimenticia con cincuenta siglos de seguro, sino de incorporar a la alimentación cotidiana sustancias a las que se les ha alterado su estructura con el mero fin de obtener ganancias rápidas y multiplicar la producción, procesos cuyas consecuencias apenas se habrán probado por cinco o diez años?
El mundo es tan complejo, la realidad tan llena de abismos y tan múltiple, que nadie está en condiciones de asegurar que tiene bajo control todas las consecuencias de la modificación de un patrimonio genético desarrollado durante millones de años.
Todos los días llegan noticias del salmón que tardaba en crecer tres años y al que se le incorporó el gen de crecimiento de otra especie para que alcance un tamaño mayor en sólo año y medio; de los conejos a los que se les añadió el gen luminiscente de un pez del fondo del mar, para poderlos ver en la oscuridad; de los pollos acalorados y estresados en galpones horribles bajo una luz que nunca se apaga, y a los que les han modificado la piel para que pierdan sus plumas, como una manera de hacerles soportable su crecimiento acelerado e insomne.
Todo indica que aquí y allá cunde la tentación de la monstruosidad. Una ciega sed de lucro, una urgencia de rendimiento, un discurso de la eficiencia y el crecimiento avalado a veces por científicos a sueldo y académicos sin escrúpulos, pone cada día en nuestro plato carnes cada vez más llenas de antibióticos, pollos saturados de hormonas, quesos con rastros de plástico, cereales expuestos a plaguicidas derivados de la nicotina que pueden producir alteraciones fatales sobre especies inofensivas y laboriosas como las abejas de Virgilio.
Una filigrana de fina racionalidad en el detalle y de absurda irracionalidad en las consecuencias permite ya la producción de organismos cuyo único fin es proveer alimento aprovechable y que por ello no parecen necesitar el equilibrio anatómico de las especies naturales. Un ominoso discurso que pretende que, siendo nosotros parte de la naturaleza, todo lo que hagamos resulta también natural, parece permitirnos toda extravagancia, toda profanación y todo experimento, sin la menor consideración ética o estética.
Todas esas cosas podrían ser comprensibles como investigaciones. Pero hay poderes que pasan enseguida “de la información al asalto”, del experimento a la acción, movidos casi siempre por los motivos más egoístas, y no vacilan ante el riesgo de consecuencias irreversibles. Basta una criatura modificada genéticamente, que se pretendía mantener circunscrita a cierto espacio, y que escape por azar y salga al mundo, para que por contagio, por la reproducción, por el polen, la mutación se extienda imprevisible e irrestricta.
¿Cuántas sustancias químicas inesperadas forman ya parte de nuestro organismo gracias a los aportes silenciosos y furtivos de la industria? ¿Quién está diseñando nuestra dieta? ¿Para quién trabajan los científicos? ¿Sabrá protegerse de lo que se gesta en laboratorios herméticos y en factorías inaccesibles una humanidad que ni siquiera sabe protegerse de los políticos que le piden sus votos y de los que manipulan la información? ¿Tienen la industria y el mercado defensores desinteresados? ¿Hay propósitos secretos pagando verdades a sueldo?
Todas estas preguntas parecen alarmas de pesadilla y titulares extravagantes de ciencia ficción, pero bien podrían estarse gestando ahora mismo en los mares algunas pesadillas que hagan irreconocible nuestro mundo; así como flota en el Pacífico lo que han dado en llamar el sexto continente, una isla de plásticos del tamaño de los Estados Unidos; así como el gobierno norteamericano, tan celoso de las libertades, autoriza el espionaje sobre millones de llamadas telefónicas, y se niega a aceptar el debate sobre temas que, como el de los transgénicos, no son asunto de especialistas sino que conciernen a la conciencia de cada ser humano, a la necesidad de sobrevivir de la especie.
De sobrevivir, se entiende, con la forma que hemos tenido siempre: con ojos en la cara y dedos en las manos. Las tabernas de larvas fosforescentes que beben cerveza y los escarabajos que despiertan en su cama después de algún sueño intranquilo, es mejor dejárselos al cine de fantasía y a la prosa de Kafka.
¿Hasta cuándo estarán los países en manos de esos poderes que están en condiciones de financiar las costosas campañas electorales de los gobernantes de este tiempo? ¿Y hasta cuándo seguiremos llamando democracia a poderes elegidos por el que más dinero tenga, esto que Borges llamaba “ese curioso abuso de la estadística”?
¿Hasta cuándo la humanidad va a persistir en la costumbre insensata no sólo de abandonar una dieta alimenticia con cincuenta siglos de seguro, sino de incorporar a la alimentación cotidiana sustancias a las que se les ha alterado su estructura con el mero fin de obtener ganancias rápidas y multiplicar la producción, procesos cuyas consecuencias apenas se habrán probado por cinco o diez años?
El mundo es tan complejo, la realidad tan llena de abismos y tan múltiple, que nadie está en condiciones de asegurar que tiene bajo control todas las consecuencias de la modificación de un patrimonio genético desarrollado durante millones de años.
Todos los días llegan noticias del salmón que tardaba en crecer tres años y al que se le incorporó el gen de crecimiento de otra especie para que alcance un tamaño mayor en sólo año y medio; de los conejos a los que se les añadió el gen luminiscente de un pez del fondo del mar, para poderlos ver en la oscuridad; de los pollos acalorados y estresados en galpones horribles bajo una luz que nunca se apaga, y a los que les han modificado la piel para que pierdan sus plumas, como una manera de hacerles soportable su crecimiento acelerado e insomne.
Todo indica que aquí y allá cunde la tentación de la monstruosidad. Una ciega sed de lucro, una urgencia de rendimiento, un discurso de la eficiencia y el crecimiento avalado a veces por científicos a sueldo y académicos sin escrúpulos, pone cada día en nuestro plato carnes cada vez más llenas de antibióticos, pollos saturados de hormonas, quesos con rastros de plástico, cereales expuestos a plaguicidas derivados de la nicotina que pueden producir alteraciones fatales sobre especies inofensivas y laboriosas como las abejas de Virgilio.
Una filigrana de fina racionalidad en el detalle y de absurda irracionalidad en las consecuencias permite ya la producción de organismos cuyo único fin es proveer alimento aprovechable y que por ello no parecen necesitar el equilibrio anatómico de las especies naturales. Un ominoso discurso que pretende que, siendo nosotros parte de la naturaleza, todo lo que hagamos resulta también natural, parece permitirnos toda extravagancia, toda profanación y todo experimento, sin la menor consideración ética o estética.
Todas esas cosas podrían ser comprensibles como investigaciones. Pero hay poderes que pasan enseguida “de la información al asalto”, del experimento a la acción, movidos casi siempre por los motivos más egoístas, y no vacilan ante el riesgo de consecuencias irreversibles. Basta una criatura modificada genéticamente, que se pretendía mantener circunscrita a cierto espacio, y que escape por azar y salga al mundo, para que por contagio, por la reproducción, por el polen, la mutación se extienda imprevisible e irrestricta.
¿Cuántas sustancias químicas inesperadas forman ya parte de nuestro organismo gracias a los aportes silenciosos y furtivos de la industria? ¿Quién está diseñando nuestra dieta? ¿Para quién trabajan los científicos? ¿Sabrá protegerse de lo que se gesta en laboratorios herméticos y en factorías inaccesibles una humanidad que ni siquiera sabe protegerse de los políticos que le piden sus votos y de los que manipulan la información? ¿Tienen la industria y el mercado defensores desinteresados? ¿Hay propósitos secretos pagando verdades a sueldo?
Todas estas preguntas parecen alarmas de pesadilla y titulares extravagantes de ciencia ficción, pero bien podrían estarse gestando ahora mismo en los mares algunas pesadillas que hagan irreconocible nuestro mundo; así como flota en el Pacífico lo que han dado en llamar el sexto continente, una isla de plásticos del tamaño de los Estados Unidos; así como el gobierno norteamericano, tan celoso de las libertades, autoriza el espionaje sobre millones de llamadas telefónicas, y se niega a aceptar el debate sobre temas que, como el de los transgénicos, no son asunto de especialistas sino que conciernen a la conciencia de cada ser humano, a la necesidad de sobrevivir de la especie.
De sobrevivir, se entiende, con la forma que hemos tenido siempre: con ojos en la cara y dedos en las manos. Las tabernas de larvas fosforescentes que beben cerveza y los escarabajos que despiertan en su cama después de algún sueño intranquilo, es mejor dejárselos al cine de fantasía y a la prosa de Kafka.
No hay comentarios:
Publicar un comentario