El País
Ramin Jahanbegloo
26 de mayo de 2013
Debemos esforzarnos por promover un diálogo que forje solidaridades.
En su famoso ensayo La migración y el hombre marginal, Robert Park, uno de los fundadores de la escuela sociológica de Chicago, definió la marginalidad como una especie de limbo entre, por lo menos, dos entornos culturales. La formulación de "marginalidad" de Park está directamente relacionada con la expuesta por Georg Simmel en El extranjero, donde ese "extranjero" es potencialmente un flâneur [haragán], con libertad para ir y venir a su antojo. Es una persona desapegada que, en uno u otro momento, entra en contacto con todos los individuos, pero sin estar orgánicamente relacionado con ninguno en particular. Lo que caracteriza el concepto de "extranjero" de Simmel no es sólo el desapego sino la "cercanía".
Situándose en el contexto de una ciudad moderna, Simmel es consciente de que la marginalidad surge de la urbanización y la industrialización de las sociedades contemporáneas. Se suele decir que la marginalidad define una personalidad en transición que, aislada y desprotegida, busca en vano una oportunidad para echar raíces en un discurso o una cultura dominante. Sin embargo, una situación de marginación cultural describe más bien la experiencia de alguien moldeado por el contacto con dos o más tradiciones culturales. Esa persona no suele encajar perfectamente en ninguna de las culturas con las que ha entrado en contacto, sino que, manteniendo una distancia crítica respecto a ambas, puede situarse cómodamente al borde, en los márgenes de cada una de ellas. Esta ubicación cultural intermedia apunta a un tipo de marginalidad positiva que consigue moverse con facilidad y vigor entre diferentes tradiciones culturales, actuando adecuadamente y sintiéndose cómodo en ambas.
Los marginados interculturales suelen dar buen uso a sus experiencias multiculturales. En el mundo actual la relación entre el centro y el margen ha cambiado. Estamos asistiendo a un doble desplazamiento del foco. En primer lugar, el centro se ha fragmentado, de manera que, al contrario de lo que le ocurría a la filosofía moderna, ya no es posible encajar en una ontología subjetivista absoluta. En segundo lugar, podemos contemplar cómo surgen nuevas creaciones desde los márgenes y en dirección al centro. La marginalidad, en tanto que percepción discontinua del mundo, sustituye el discurso lineal y monolítico de la realidad por una visión dialógica de la civilización. La consideración de la comprensión dialógica como auténtica matriz del encuentro hermenéutico siempre genera una lógica de diferenciación y negociación constante que aspira a autorizar una nueva forma de abordar el fenómeno de la civilización como un proceso de autoconcienciación del ser humano.
Si no se tiene la firme convicción de que a los demás seres humanos, ciudadanos de la historia, hay que cuidarlos y compartir la vida con ellos no podrá haber un proceso fenomenológico de construcción de la civilización. Sin embargo, al decir que la ciudadanía dialógica reside en la autoridad de la tradición se suele negar la posibilidad de reflexionar críticamente sobre uno mismo y de que así se pueda acabar con los elementos dogmáticos que, en todas las tradiciones intelectuales, van en contra de cualquier iniciativa de diálogo. En consecuencia, lo que puede convertir ese estado de interconexión en algo auténtico y práctico no será obra de la racionalidad, ni tampoco de nuestra utilización del lenguaje, sino de una percepción empática de la unión. Dicho de otro modo, la empatía tiene que basarse en la participación en la experiencia ajena, que es el reconocimiento de que, en el contexto de la vida humana, hay otros que son similares a nosotros, en tanto que seres humanos, pero diferentes porque pertenecen a otra tradición intelectual. Partiendo de esto podemos observar que el hecho de vivir dentro de una tradición intelectual va automáticamente acompañado de la sensación de compartir valores con otros miembros de la misma comunidad, pero que también tiene que ver con lo que podríamos llamar un impulso universal, en el sentido de que la tendencia de esa tradición a acercarse a su propia experiencia vital se basa en la idea de que las demás comunidades expresan distintas experiencias de una misma vida compartida.
La idea de compartir la vida vincula de varias maneras a miembros de distintas comunidades, aunque ese vínculo no provenga del reconocimiento de que otras comunidades y culturas son o deben ser parecidas. En consecuencia, en ese contexto la creación de la sensación de solidaridad no solo se basa en la conciencia de la existencia de similitudes, sino en las discrepancias y diferencias que existen entre las culturas humanas. De hecho, las discrepancias pueden llevar a cada una de ellas a la solidaridad con las otras. Como señaló Clifford Geertz: "La naturaleza humana no existe al margen de la cultura". Dicho de otro modo, los seres humanos son seres creadores de cultura. La labor de la cultura es crear, reproducir y alterar a los individuos transformándolos en seres humanos culturalmente moldeados. En consecuencia, no hace falta decir que los seres humanos son productores y producto de las culturas. Sin embargo, también son capaces de repensar radicalmente ideas muy queridas sobre la humanidad en tanto que portadora de dignidad. Esta es la razón de que las culturas, yendo más allá de sus propios límites, sirvan para otorgar sentido a los seres humanos en tanto que integrantes de la raza humana.
Los seres humanos son creados por las culturas a imagen y semejanza de sus propias sociedades. Pero constituyen una enorme paradoja. Aunque están hechos para sus propias culturas, pueden tender la mano a otras. Los seres humanos pueden sacar humanidad de lo inhumano, del mismo modo que pueden extraer belleza de la fealdad y paz de la guerra. Así que la cultura es una eficaz herramienta de supervivencia, pero también es un fenómeno frágil, porque siempre está cambiando y se degrada y destruye con facilidad. Sin embargo, nuestra humanidad no se mide únicamente por la pertenencia a nuestra propia cultura sino por la actitud hacia las demás. La cultura no es simplemente, como planteó Matthew Arnold, "lo mejor que se ha pensado y dicho en el mundo". La cultura es lo que proporciona a los seres humanos la capacidad crítica para salir de su marginalidad. En consecuencia, aquí lo importante no es saber por qué somos marginales sino qué hacemos con nuestra marginalidad, que es intensa, extensa y polifacética. Así que lo que cabe preguntarse es si estamos en un momento histórico en el que debemos perder la fe en la marginalidad o esforzarnos por promover condiciones que sirvan de base para establecer un diálogo entre marginalidades que forje nuevas normas para la solidaridad en un mundo plural.
Ramin Jahanbegloo, filósofo iraní, es catedrático de Ciencias Políticas en la Universidad de Toronto.
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