por: Julián Peragón
Es cierto que no es lo mismo un silencio forzado que otro querido, un silencio que se mantiene gracias a la sujeción de la lengua o al nudo en la garganta que el silencio que sobreviene sin esfuerzo. El auténtico silencio no es la represión de la palabra sino la escucha de lo profundo que anida en uno, de la hondura del alma. Si recordamos la experiencia infantil de tirar una piedra al pozo hasta oír el eco del agua en las profundidades veremos que esa espera, aunque fugaz, era silencio. Mientras la piedra cae al pozo se abre en tu interior un hueco de igual dimensión. Cuando estalla la piedra en el agua no hay ya pensamiento sólo estremecimiento como los fuegos artificiales que iluminan el silencioso cielo nocturno.
Decía Raimon Panikkar que el silencio es
uno y las palabras muchas. Las palabras señalan, describen, diseccionan,
analizan y juzgan eso que tenemos ahí delante, esa realidad vista como
objeto. Las palabras cosifican porque esa es su naturaleza y al
objetivar el mundo crea una aparente dualidad objeto-sujeto. La palabra
es una espada de doble filo, por un lado comunica pero por otro
distorsiona lo que se siente o piensa. Ilumina lo suficiente para no
perdernos en la realidad que nos envuelve pero, por otro, esconde a
menudo el reverso de esa realidad. Despeja lo que tenemos delante, pero
simplifica, llama la atención sobre algo pero lo contamina con sus
categorías.
En cambio el silencio une y repara, cose
las costuras que previamente el mundo ha deshilachado y aplaca la
agitación de esas aguas emocionales o aquellas tormentas mentales que la
fricción con nuestra realidad produce. El silencio lame las fronteras
donde la experiencia corretea segura y nos abre a un horizonte inmenso,
ignoto, desconocido. El silencio, qué duda cabe, deja que esas otras
voces, pequeñas, casi insignificantes, remotas, geniales o locas hablen.
El silencio es una invitación a ampliarse y a percibir en esa
ampliación un universo más íntimo, cercano a otra piel que no por lejana
fuera menos propia.
Sentencian los taoístas que aquellos que
hablan no saben. Nos recuerdan los masai que si no sujetamos nuestra
lengua, ésta nos volverá locos. Y en cierta medida sabemos de la
incontinencia del habla, de las trampas discursivas, del que habla pero
no dice nada, del poderoso hipnotismo de la habladuría o del rumor.
Mentiras y engaños que tanto daño hacen.
Patanjali nos recuerda en los yogasutras
la importancia de cultivar satya, sinceridad. Utilizar la palabra justa,
aquella que ilumina aunque para ello tengamos que trabajar nuestra
propia honestidad. Decir la verdad pero sin herir porque muchas heridas
son zarpazos de verdades dichas a destiempo, sin tener en cuenta la
realidad del otro. Si se nos permite, diríamos que cada palabra tendría
que salir del silencio, aprovechar ese sendero frágil que va de la
cabeza al pecho para que en la intersección de cada palabra haya un
trocito de corazón. Compasión necesaria para que el mundo no regrese
como tantas veces a la barbarie.
Con el silencio recabamos en la certeza,
largamente intuida, de que ya está todo dicho, y de que añadir más
palabras no resuelve a menudo el problema. A través del silencio se nos
permite compartir un estado del ser, en realidad otro lenguaje que dice
mucho. Y es curioso que tengamos que callarnos para volver a desnudar la
realidad que frecuentemente se ahoga con nuestro discurso. El sabio ha
aprendido a sacar fuerzas del misterio que precisamente el silencio
rescata.
Tal vez el monje se retira del mundo para
que en el silencio de su celda su plegaría vaya directa a lo divino.
Sólo cuando el silencio deja de ser un silencio formal, sólo cuando se
acalla el juicio interno, el abismo que se abre es fecundo, y en esa
fecundidad todo vuelve a ser lo que era.
No hay comentarios:
Publicar un comentario