sábado, 5 de enero de 2013

La quietud en el movimiento


Por: Diana Castro Benetti
El Espectador
4 de enero de 2012

De la quietud al movimiento hay sólo un detalle: el giro de una mano, un parpadeo, el primer respiro, un pie que avanza. Entre lo uno y lo otro se va desenvolviendo el hilo de los mundos que habitamos: trotar, cocinar, querer, abrazar, reír, llorar, trabajar, gastar, correr y dónde parar suele ser una circunstancia impuesta por el destino. A veces, dramática.

La vida está hecha para el movimiento. Actividades que ocurren sin que sea imaginable frenar su prisa. Deseos valientes que persiguen el futuro; sentimientos que nacen para dar pistas de lo ilógico o lo real; iras, lloriqueos y ansiedades que van transitando sin pausa y en la vía de una ruleta perpetua; ideas poco precisas que giran alrededor del vaivén de los contextos o de los miedos. Todo movimiento es ícono y parar el tiempo es visto como el estancamiento, un mal negocio o de pésimo gusto.

Y aunque somos el movimiento constante, ni lo percibimos. Sólo vamos sacudiéndonos al primer ritmo aprendido, sin sospechar otras cadencias que puedan anunciar una inmovilidad particular. Vamos viviendo sin darnos cuenta de que somos seres de absurdos, fascinados entre la quietud y el movimiento. En cada amanecer se cuela el reposo en la espera de un café y el movimiento en la sonrisa o se filtra la quietud en la alegría y el movimiento entre cada duda. No existe lo uno sin lo otro: es la vida, la filosofía, el Tao y lo obvio.

Pero una cosa es frenar la actividad y otra muy distinta abrazar la quietud. Moverse manteniendo intacta la quietud suele ser sabiduría que pocos alcanzan. Requiere de un alto, de una pausa consciente, de la lentitud, de la suavidad, de la firme decisión, de amar los detalles y de entregarle al olvido la impaciencia. Requiere de atrevimiento para ir hacia lo insondable y de astucia para medir la distancia entre lo que se mueve y lo que no. Encontrar la quietud en cada movimiento es saberse en el centro, en casa, en el infinito, en lo sagrado y en la gota que somos como una mediación entre lo invisible y lo lleno. Es la comprensión de esa quietud que no tiene tiempo, eterna, fugaz y que se parece al silencio o a la inmortalidad. Aunque se diga insignificante, todos los días sirve descubrir la quietud en el movimiento, ésa que se anhela en los suspiros o la que el amor desviste. Sí, sólo por esto, porque abre el cielo.

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