miércoles, 22 de agosto de 2012

montañas


El Espectador
22 de agosto de 2012

La mayoría de los colombianos vive en las montañas. Mientras hay quien ni siquiera tenga una de 2.600 metros, nosotros construimos sobre una gran sabana de esa altura una ciudad de casi ocho millones de habitantes. Desde allí se ha ejercido el poder sobre el resto del país, en medio de quejas por el resultado. Estas quejas no han dejado de tener razón, así las alternativas ofrecidas sean discutibles.

Las tres cordilleras y un par de formaciones adicionales —la Serranía de la Macarena y la Sierra Nevada de Santa Marta— entrañan un reto ciertamente formidable, que hasta ahora nos ha quedado grande, muy grande. Un ejemplo obvio: las montañas son una fábrica de agua, y por el terror que le tenemos al agua, se podrá juzgar lo mal que hemos aprovechado el abrupto escenario sobre el que estamos asentados.

La red de carreteras que cruza las montañas colombianas tiene que calificarse de deplorable y patética. Parece embadurnada en las laderas, no impuesta sobre ellas. Durante años las carreteras se trazaban según los intereses de algún hacendado sin que importara si eso las obligaba a atravesar parajes imposibles. Hubo también trenes, pero esta modalidad de transporte es casi imposible de implantar eficientemente en países tan montañosos como Colombia.

Las montañas nos han separado más de lo que nos han unido. Durante un siglo, la única organización de cubrimiento nacional era la Iglesia católica, a la cual se sumaron por el camino los dos partidos tradicionales, tan precarios ellos. En la década de 1930 el liberalismo tuvo un breve esplendor que no alcanzó para modernizar de forma irreversible al país. La constante, pues, ha sido un Estado pobre y lejano que ha dejado de ejercer soberanía en amplias zonas de la geografía, donde por ello mismo se crearon sistemas locales de poder y de gobierno, clientelistas, autoritarios, parroquiales y corruptos. Luego surgieron y se hicieron fuertes allí dos monstruosidades: la guerrilla y el paramilitarismo.

La clase terrateniente surgida de la Guerra de Independencia, a la que se agregaron en la segunda mitad del siglo XIX muchos aventajados miembros del Partido Liberal, monopolizó y casi se podría decir que secuestró las tierras planas del país, dedicándolas muy mayoritariamente a la ganadería extensiva que ni produce riqueza ni da trabajo. Después surgieron unos pocos cultivos intensivos: la caña de azúcar, el banano y la palma africana, siempre pequeños si se los compara con su potencial. Los éxitos agrarios en la parte quebrada de nuestras montañas han sido pocos: el más notable fue el café, hoy deslucido por el anquilosamiento de sus instituciones. Se me ocurren apenas otros dos: las flores, el legal, y la coca, el ilegal. Como consecuencia de todo lo anterior, hemos tenido un extenso minifundismo subido en cumbres inhóspitas, alejadas de cualquier vía de acceso decente, en riscos donde sólo tendría que haber bosque primario o tal vez algún cultivo agroforestal. También hay masas campesinas en zonas de colonización, problemáticas e ingobernables desde siempre. Sobra decir que la reforma agraria ha sido el gran imposible nacional.

Cómo será nuestra relación de amor y odio con las montañas, que nos inventamos una palabra: “montañero”. Aunque su uso es peyorativo, resulta aplicable a la mayoría de los colombianos. Porque no habrá futuro si todos los montañeros no reparamos, con respeto y audacia, nuestra relación con las montañas.

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