domingo, 1 de abril de 2012

Un vuelo de palabras por las víctimas




Por: William Ospina
El Espectador

1 de abril de 2012

Ya sin pavor viera este cielo/ si pudiera volver a verte, escribió hace muchos años el poeta Antonio Llanos. Y Aurelio Arturo, el hombre del sur, dijo, hablando sin duda a un ser hondamente querido y perdido: Déjame ya ocultarme en tu recuerdo inmenso.

Forma parte de la herencia de la condición humana ese recibir y perder, ese saborear y abandonar los dones del mundo. Ir cada quien, como decía Emerson, renunciando a su mundo estrella por estrella. Así expresó también Borges uno de los rasgos patéticos de nuestra existencia cotidiana: Si para todo hay término y hay tasa,/ y última vez y nunca más y olvido,/ ¿quién nos dirá de quién, en esta casa/ sin saberlo nos hemos despedido?

Pero en Colombia, hace mucho tiempo, las tragedias comunes de la condición humana se multiplican y se agravan hasta lo indecible. No es mentira decir que Colombia es un pozo de dolor humano muy profundo, y que en pocos sitios es tan necesario ese llamado a la solidaridad y a la compañía que hizo Barba Jacob en sus más altos versos: Apoya tu fatiga en mi fatiga/ que yo mi pena apoyaré en tu pena.

Cada vez se habla más entre nosotros de las víctimas, pero eso no significa que la tragedia sea reciente. La violencia es nuestra peor tradición, y si ahora hablamos de esto más que antes es porque hay una creciente voluntad de hacer visible el dolor de millones de personas, de buscar la verdad de los hechos y la reparación de las ofensas.

Esto es necesario por muchas razones distintas. Los crímenes y los despojos, los hechos y los dolores tienen que aflorar a la comprensión y al lenguaje. Pasar de los hechos a la conciencia de los hechos es ya una conquista. Pero convertir en palabras el dolor es también un bálsamo, el comienzo de un remedio. Lo cantan los versos iniciales del Martín Fierro: Aquí me pongo a cantar/ al compás de la vihuela/ que al hombre que lo desvela/ una pena extraordinaria,/ como el ave solitaria/ con su cantar se consuela.

Pero poco sería pedirle al lenguaje que nos dé apenas conciencia y consuelo. El lenguaje brota de los nervios vivos, del tejido de la memoria y de las fuentes de la emoción, pero es también el instrumento que cohesiona a las sociedades. Nombrar lo que se vive, lo que se teme, lo que se espera, más que una manera de crear la conciencia personal, es una forma de buscar una respuesta compartida.

Por eso la iniciativa de la Alta Consejería para la paz y la reconciliación y de Idartes, el Instituto Distrital de las Artes, de convocar a un ejercicio colectivo de expresión verbal por las víctimas de las violencias colombianas es tan valiosa y merece una participación multitudinaria. En preparación para el Día Nacional de la Memoria, convocado para el 9 de abril, la fecha más significativa de nuestra historia, se ha pedido que cada quien exprese con una frase, con una reflexión, con un verso, ese cúmulo de dolor, de nostalgia, de desesperanza y de esperanza, la experiencia de las víctimas de la sociedad colombiana. Ese ejercicio es necesario y es la manera de formar un coro en el que cada voz conserve su tono personal y su acento único.

La soledad es como esas lluvias que viniendo del mar avanzan por la noche. Todos lo hemos sentido: todos podemos expresarlo. El relato y la poesía deben dejar de ser el oficio de unos especialistas y convertirse en el grito de una comunidad. Todos tenemos historias, sentimientos, dolores y sueños. Y todos tenemos el lenguaje capaz de transmitir esa emoción, de compartir esos sentimientos, de atrapar su sentido profundo.

Que no haya entonces nadie que no se sienta capaz de hacer una frase, un verso, ese vuelo de palabras, como lo llamó Arturo, en que vayan concentrados su asombro, su indignación, su solidaridad y su afecto. Porque no queremos olvidar, comprendemos el grito de Borges: Sólo una cosa no hay, es el olvido. Porque sentimos que los seres que amábamos y que desaparecieron no pueden morir, entendemos por fin esas palabras de Quevedo: Su cuerpo dejarán, no su cuidado/ serán ceniza mas tendrán sentido/ polvo serán, mas polvo enamorado.

Pero no se trata sólo de hablar de las víctimas y de expresar su dolor, sino de comprender que en una sociedad tan llena de injusticias, ofensas y exclusiones, donde hay tanto miedo, tantos peligros, tanta incertidumbre, todos de alguna manera somos víctimas: de la arbitrariedad de unos, de la crueldad de otros, del egoísmo de los demás, y también de nuestra propia insensibilidad, de esa extensa falta de solidaridad y de compromiso. No se puede ignorar ni acallar el profundo dolor de las víctimas, pero también es urgente superar esa condición, encontrar el camino para dejar de ser víctimas.

Alguien dijo una vez con dureza: Ser maltratado no es un mérito. De nosotros depende, de nuestra inteligencia, de nuestra decisión de ser de veras una comunidad, no permitir que la injusticia se prolongue y condene a un pueblo talentoso, laborioso y valiente, a la eterna condición de víctima. Todo pueblo tiene que ser capaz de reemplazar a una dirigencia indigna y de abrirle camino a un verdadero proyecto de respeto, de dignidad y de alegría. La suerte de los pueblos depende fundamentalmente de sí mismos.

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