viernes, 17 de febrero de 2012

opinión y réplica


Los ateos según Alfonso Llano
Juan Gabriel Vásquez
El Espectador

9 de febrero de 2012

Lo que resulta más molesto de la última columna de Alfonso Llano no es el insulto barato —dos veces llama tontos a los que no comparten su fe religiosa—, ni tampoco la total ausencia de lógica discursiva, sino el paternalismo y la condescendencia.

Explica Llano que escribe su columna “para consuelo de algunos ateos”, y lo hace con la misma actitud y la misma retórica de todos los creyentes que viven convencidos de que quien vive fuera de su religión es menos feliz o sufre incluso de algún defecto moral. A mí, como a todos los ateos, me han llamado arrogante más de una vez: ¿cómo me atrevo a sostener, desde mi pequeña humanidad, que Dios no existe? Pero la arrogancia consiste más bien en tener convicciones que no admiten la más mínima duda y considerar ofensivo que se les pidan pruebas; la arrogancia es imponer esas convicciones a los demás o considerar que los demás están necesitados de consuelo por el hecho de no tenerlas.

Es lo que acaba de hacer —una vez más— Alfonso Llano. Ha traído a los testigos que los proselitistas religiosos siempre han usado: Albert Einstein y Bertrand Russell. Los proselitistas creen que invocar al hombre de ciencia más notable del siglo XX es el mejor de los argumentos contra el ateísmo; y ahí está Llano citando una frase perdida en que Einstein “intuye la existencia de Dios”. En ninguna parte de la frase, por supuesto, hay una declaración sobre las convicciones religiosas de Einstein; sí la hay, en cambio, en otras citas menos ambiguas y más literales. Por ejemplo: “Nunca he creído en un Dios personal y nunca lo he negado”. Por ejemplo: “La idea de un Dios personal me resulta bastante ajena e incluso me parece ingenua”. Bertrand Russell, a quien Llano llama tonto a pesar de no haber copiado bien su apellido, es el enemigo favorito, y así aparece en su columna. Russell, por supuesto, fue quien llevó más lejos la idea de que la inexistencia de Dios no se puede probar, sino que la carga de la prueba corresponde a quienes sostienen su existencia. Un tipo peligroso.

A los ateos les dice Llano: “están en todo su derecho, pero piénsenlo bien: no sean suicidas”. La presunción de que está destruyendo su vida quien no cree en algo de lo que no hay prueba es, cuando menos, curiosa; pero es también deshonesta, porque finge que la moralidad sólo existe desde que existe la religión; finge, por lo tanto, ignorar —o es que realmente ignora— que en el discurso moral del cristianismo no hay nada de importancia que no estuviera ya en Platón o en Aristóteles. Y sin embargo los proselitistas como Llano se permiten decirles a los ateos que su vida es moralmente inferior. Pero no sé de qué me sorprendo, si hace sólo dos años el líder de esta misma iglesia se atrevió, en un ataque de profunda ceguera moral, a equiparar a los ateos con los nazis. El Vaticano le restó importancia al asunto: las palabras del Papa no habían tenido mala intención, dijeron, pues él “sabía bastante bien lo que es la ideología nazi”. Y eso es cierto, claro: uno no pasa por las Juventudes Hitlerianas sin aprender algo.

Para tomar prestado el argumento invencible de Richard Dawkins, le recordaré a Alfonso Llano que él no cree en Zeus ni en Thor ni en Júpiter ni en Bachué. En otras palabras, también él es ateo. Yo simplemente le gano por un dios.

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¿Dueños de la moral?
Juan Gabiel Vásquez
El Espectador
16 de febrero de 2012

A grandes rasgos, las críticas que provocó mi última columna se dividieron en dos: las que la consideraron inútil y las que la consideraron censurable.

Las últimas no me sorprendieron mucho, porque nuestro mundo lleva ya varios siglos instalado en esa idea: cuestionar la religión, cualquiera que sea, es algo que simplemente no se hace, y hacerlo es visto como un crimen (en el peor de los casos) o una lamentable descortesía (en el mejor). Me sorprendió, en cambio, la reacción de quienes consideraron que toda esta discusión sobre Dios y la fe es inútil. Declaro no entenderlo: desde el punto de vista de la mera inquietud intelectual, la existencia o inexistencia de Dios me parece un asunto urgente. Si Dios existiera, ¿qué tipo de criatura sería? ¿Cómo funcionarían sus atributos? ¿Y por qué no deberíamos hacer estas preguntas?

Pero hubo una reacción minoritaria: la de quienes me pidieron pruebas. “Para usted, la moral cristiana estaba ya en Platón o en Aristóteles”, me dijo alguien por correo electrónico. “¿Me puede decir en qué se basa?”. El asunto me fascina, porque uno de los rasgos más irritantes del proselitismo religioso es esa convicción de que una vida moral, una comprensión sofisticada del bien y del mal, es imposible fuera de la religión. Eso, como entenderá cualquiera, quiere decir: fuera de la Biblia. Benedicto XVI dijo en enero —éste es un ejemplo entre miles— que la paz y la justicia sólo son posibles dentro de la moral objetiva de los Diez Mandamientos. Y eso es lo que me parece abiertamente incorrecto: pues ni los preceptos morales del famoso decálogo, en todo lo que tenía de humano, ni los pecados capitales, desde los salomónicos del Libro de Proverbios hasta los que estableció el papa Gregorio I, dicen nada que no se hubiera discutido —de manera más rica y con menos dogmatismo— en los libros IV, V y VII de la Ética Nicomáquea.

El espacio de una columna no es suficiente para mostrar más que unos atisbos de lo que digo, pero dense ustedes una pasada por el libro IV: allí habla Aristóteles de lo que él llama las “virtudes éticas”, y nadie puede leer lo que se dice sobre la liberalidad sin pensar en su contrario, la avaricia, o en la virtud de la caridad, que nos venden como exclusivamente cristiana. Nadie lee lo que se dice sobre la vanidad sin pensar en la Epístola a los Gálatas; o lo que se dice sobre la altanería sin pensar en el orgullo según el rey Salomón. De hecho, mi edición de la Ética —a cargo de alguien que conoce la Biblia infinitamente más que yo— recuerda que ciertos pasajes del Evangelio según San Lucas ponen en escena, por medio de relatos y parábolas, lo mismo que Aristóteles discute con lenguaje filosófico.

De manera que no: no es cierto que nuestro sentido moral nazca con la Biblia (ese libro maravilloso que todo el mundo debería conocer, aunque sólo fuera para entender a Shakespeare y a Faulkner y a Miguel Ángel y a Bach); ni es cierto que una religión, cualquiera que sea, tenga el monopolio sobre la moral; ni debería parecernos normal que sea de ellas, las religiones, el poder de definir o juzgar lo que está mal y lo que está bien. Pues una mirada a la historia basta para darnos cuenta de que, a la hora de las definiciones y los juicios, no han estado demasiado lúcidas.

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