domingo, 29 de enero de 2012

El país de los doctores


Por: Mauricio García Villegas
El Espectador


Viene un amigo extranjero a almorzar a mi casa.

Cuando terminamos de comer, le propongo que me acompañe a la universidad. Al salir del edificio en donde vivo, el portero me entrega la correspondencia y se despide con un amable “que le vaya bien, doctor”; de camino a nuestro destino paramos en un sitio, entramos en un parqueadero y el joven que cuida los carros me pregunta “¿se lo lavamos, patrón?”; finalmente, llegamos a la universidad y, cuando entramos a las oficinas, me aborda una secretaria y me dice: “no se le olvide mi profe que hoy tiene reunión a las 5”.

¿De dónde sacaste tantos títulos?, me pregunta entonces mi amigo extranjero; que patrón, que doctor, que profe. Entonces le explico que nada de eso tiene que ver conmigo, que ese trato es común en Colombia, que aquí todos los que pasan por la educación superior son doctores, que los que adquieren una mínima seguridad económica son patrones y que los que enseñan cualquier cosa, desde fútbol hasta quiromancia, son profes.

Así era en las sociedades nobiliarias, comenta mi amigo extranjero.

Es verdad, le digo yo, así era en la Colonia. En el siglo XVI los reyes se opusieron a que los conquistadores, que por lo general eran gente del común, recibieran títulos de nobleza por sus hazañas (le tenían miedo a una aristocracia independentista en América). No obstante, ellos, y luego los criollos, y en general todos aquellos que se sentían más que los indios o los esclavos, empezaron a crear toda suerte de ceremonias y de fórmulas de cortesía (tan imperiosas como las leyes mismas) para diferenciarse de quienes consideraban inferiores. Una de esas fórmulas era el uso del “don” (y del “doña”) como indicador de señorío. Pero el don se generalizó tanto que perdió su propósito. En la edad media el “don” estaba destinado a Dios (nuestro señor don Jesucristo) y a los santos; luego se extendió al rey, a sus amigos, a la corte, y cuando llegó a América se difundió por todas las clases sociales e incluso por todas las razas (a la Malinche, la amante indígena de Hernán Cortés, se la llamaba Doña Marina), hasta perder buena parte del sentido que tenía. Las palabras “doctor”, “patrón” o “jefe” cumplen hoy la función que tenía el “don”; pero están corriendo la misma suerte que corrió este último cuando empezó a ser utilizado por el don nadie.

O sea que, me dice mi amigo extranjero, aquí nunca pasó lo mismo que ocurrió durante la Revolución Francesa, en donde fueron eliminados todos los apelativos que denotaban diferencia entre las personas. En esa época, los revolucionarios se dirigían a los demás con el mote de “ciudadano” o “ciudadana”, y si lo hacían por medio de una carta terminaban diciendo: “fulano de tal, tu igual en derechos”. Incluso al Rey y a los más altos funcionarios del Estado se los llamaba “ciudadano”.

No, qué va, agrego yo, nuestras revoluciones nunca lograron implantar la idea de que todos somos iguales, con independencia de nuestros apellidos, de nuestros bienes o de nuestros diplomas.

Lo grave de todo esto, insisto yo, es que las palabras no sólo reflejan el mundo que vemos, sino que lo recrean. La realidad termina siendo un reflejo de la manera como hablamos. Si algún día reemplazamos esas palabras (doctor, jefe, patrón) por las universalmente utilizadas de señor y señora, quizás entonces cambie nuestra manera de ver el mundo social.

A todas estas, se acerca una mujer vestida con uniforme de criada y le pregunta a mi amigo extranjero: “doctor, ¿desea un tinto?”.


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