viernes, 12 de agosto de 2011

Aharon Appelfeld, el escritor del silencio


Tomado de: Conspiratio
Revista bimestral de editorial Jus
México

Aunque poco conocido en México, Aharon Appelfeld es uno de los escritores judíos más importantes en lengua hebrea sobrevivientes de la Shoa. Al igual que al poeta Paul Celan –nacido incluso en el mismo sitio 12 años antes, Czesnowitz, Bucovina, Rumanía– con el Holocausto le fue destruida la lengua materna alemana hablada en su casa. A diferencia suya, no intentó rehacer el idioma de los asesinos escribiendo en alemán. Despojado de ella, en medio de un largo silencio, aprendió el hebreo y volvió a nombrar el mundo. ¿Qué dice ese silencio? La presente conversación entre las escritoras Geneviève Brisac y Valérie Zenatti y el filósofo Alain Finkielkraut, llevada a cabo en el programa radiofónico de éste último, ilumina esa pregunta.

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Alain Finkielkraut: Es importante señalar que la ciudad en la que Appelfeld nació forma parte de esos lugares de Europa que, inmóviles, han viajado mucho. Era una ciudad austrohúngara, que se volvió rumana precisamente en la época en que Appelfeld nació y que hoy es, me parece, ucraniana…

Valérie Zenatti: Eso explica, por otra parte, el hecho de que en su casa Appelfeld escuchara hablar alemán y no rumano. Tuvo una infancia feliz. La guerra, cuando tenía ocho años, se encargó de destruirla: se encontró en un gueto con su familia. A su madre la asesinaron y su padre y él fueron deportados a un campo del que logró escapar. Pasó el resto de la guerra sobreviviendo en el bosque o entre prostituas y criminales que lo acogieron. Esta experiencia caótica y absurda marcó el inicio de su vida. Luego, su llegada a Israel y el aprendizaje de una nueva lengua introdujeron otra ruptura en su vida.

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Alain Finkielkraut: Historia de una vida es un libro del que, creo, Appelfeld difirió la escritura. Se le pedía relatar su vida y no podía. Intituló ese libro Historia de una vida y no “Historia de mi vida” porque, ciertamente es la suya, pero él no es el autor, esa vida se le asestó, y porque esta catástrofe inaudita fue una vida entre millones de otras. Banalidad de lo inimaginable. Como usted lo dijo justamente, el relato es fragmentario. Appelfeld quiere mantenerse cerca de su memoria, por más parcial que sea, y lo más lejos de la elocuencia. Vio “un océano de palabras” devorar “el silencio que reinó durante la guerra y poco después”. También dice: “Las palabras sobre la guerra fluían a raudales”. No es el Leteo el que a sus ojos se arriesga a inundar los acontecimientos, sino el énfasis. No escribe para agregar palabras, sino para hacer callar su chorro, para sustraer una vida a las palabras sonoras, a las palabras fáciles, a las palabras huecas, a los clichés. “A fuerza de vivir grandes experiencias, uno se vuelve mentiroso”, decía Camus. La pregunta de Appelfeld es: ¿cómo no volverse el orador o el mentiroso de aquello que nos sucedió?

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Valérie Zenatti: En relación con el silencio, algo más, que se debe a su edad, le es propio: a los ocho años no hablaba todavía muy bien y, a los 14, cuando la guerra terminó, ya no sabía casi hablar. Durante años no habló, porque comprendió que hablar podía ser peligroso, incluso fatal: hablar significaba que lo podían desenmascarar, que podían adivinar que era judío. Por ello calló en las cuatro lenguas que cuando niño conocía un poco (el alemán de su madre, el yiddish de sus abuelos, el ruteno de los sirvientes y el rumano que se hablaba en las calles). Al final de la guerra sólo le quedaban fragmentos de ellas. El silencio, que usted evoca, es, por lo tanto, un doble silencio: el silencio del que no tuvo palabras y de quien sabía que las palabras de antes eran “palabras-cerradas”, es decir, palabras que en ningún caso podían describir la vida del gueto o de los campos de concentración. Como lo señala bien Appelfeld: nadie en el gueto decía por ejemplo, “hoy no estoy de buen humor” u “hoy me duelen los dientes”; todas esas palabras cotidianas carecían de sentido.

Alain Finkielkraut: (...) Es extraordinario que en el seno de la inhumanidad total, apocalíptica, encuentre la humanidad misma –la humanidad, como dice Levinas, “animalidad desrazonable”–: el ser persevera en su ser con una hosquedad tanto más feroz cuanto más se siente amenazado y, sin embargo, milagrosamente, aquí o allá, las trayectorias llegan y las manos se tienden. Esta imagen muy concreta recorre el libro, va de una experiencia a la otra, de tal manera que los que le han tendido la mano constituyen el hilo rojo de su existencia. Appelfeld vio cumplirse lo humano en el don sin palabras. Había que hacer una obra a la altura de ese silencio.

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Alain Finkielkraut: Appelfeld hace también este señalamiento muy simple y muy profundo: “Dios sólo puede habitar en la campiña”. En la ciudad, efectivamente, el hombre sólo se encuentra a sí mismo; sus productos, sus artefactos, sus edificios, sus luces, sus programas. En la campiña, en cambio, el hombre está presente, pero no omnipresente: vive del don. Es necesario el don para que la idea de un donador y del que da las gracias aparezca. La Shoa para los judíos no fue tanto la prueba del silencio de Dios como el increíble acontecimiento del Homo -absonditus. Cuando el hombre falta, cuando, con milagrosas excepciones, se eclipsa , el don da y la naturaleza toma el lugar de la humanidad. “Al filo de los días aprendí que los objetos y los animales eran verdaderos amigos. En el bosque estaba rodeado de árboles, de matorrales, de pájaros y de animalitos. No los temía, estaba seguro de que no me harían ningún daño. Con el tiempo me familiaricé con las vacas y los caballos. Me procuraron el calor que conservé en mí hasta este día. A veces me parece que no fueron los hombres los que me salvaron, sino los animales que encontré en mi camino. Las horas que pasé junto a los cachorros, los gatos, las ovejas, fueron las más hermosas horas de la guerra. Me apretaba a ellos hasta olvidar quién era; me dormía junto a ellos y mi sueño se volvía entonces profundo y apacible como en la cama de mis padres”.

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Geneviève Brisac: Quiero contar una historia que a su vez contó Appelfeld. Se encontraba en Oslo impartiendo una conferencia. Era invierno y hacía frío para un hombre que venía de Israel donde hacía calor. Al descender del avión vio, pintados en los muros, muchos letreros antisemitas que lo inquietaron. Al iniciar la conferencia alguien le preguntó cómo explicaba todos esos letreros. Como es su costumbre cuando se le hace una pregunta, guardó un momento de silencio y respondió: “Salí de mi casa hace dos días, hacía buen tiempo y calor; tomé el avión, me sentía mal, tenía frío y estaba muy cansado; luego llegué con ustedes que me habían invitado, y me encuentro con letreros antisemitas pintados en los muros. Les pregunto a ustedes, que me invitaron, ¿por qué?”. Simplemente es incomprensible.

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Alain Finkielkraut: Para alcanzar esa belleza, Appelfeld ha sabido resistir la exhortación de olvidar, pero también la actualidad frenética y obsesiva de los ultimatums. En una entrevista con -Philip Roth, dijo: “Los acontecimientos cotidianos tocan todas las puertas, pero ellos saben que yo no recibo huéspedes tan agitados”. En otra parte, en relación con la cuestión que evocamos anteriormente, dijo: “No deseo tener una visión muy mística de la escritura, pero es cierto que al tomar mi pluma entro en un mundo espiritual. Todo vuelve a la vida y vuelvo a encontrar a mis padres. Es como una necesidad psicológica de construir una especie de reparación. Sólo el silencio puede permitirte entrar en esas regiones”. Silencio religioso, estrépito del mundo.

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