Héctor Abad Faciolince
El Espectador
HACE DIEZ AÑOS QUE NO VOY A ESPAña. Me han invitado a ir varias veces, pero nunca he aceptado ninguna invitación. Me han pedido que viaje para dar charlas, hacer talleres, asistir a un congreso de escritores... Una vez me dijeron que le darían un premio a un libro mío, con una única condición: tenía que ir a recibirlo allá. Me negué. Siempre me he negado por un asunto de palabra empeñada, de íntima convicción y de terquedad.
En cuanto a la palabra empeñada, la historia, que a casi nadie le importa y que muchos ni siquiera recuerdan (ni en España ni aquí), es la siguiente: un grupo de escritores y artistas colombianos firmamos una carta, dirigida al jefe de Gobierno español, diciendo que no volveríamos a España si ese país nos imponía una visa. El visado lo impusieron, pero casi todos nuestros compañeros firmantes regresaron a España poco tiempo después: García Márquez, Álvaro Mutis, Fernando Botero, William Ospina… Durante estos diez años hemos quedado sólo dos tercos: Fernando Vallejo y yo.
Recuerdo que en aquella ocasión 190 intelectuales españoles firmaron otra carta, apoyándonos. Fue nuestro único éxito. Fernando Vallejo, cuando la carta ya había sido enviada, llamó a decir que retiraba su firma, porque lo había pensado bien y no estaba de acuerdo: España, según él, no tenía por qué recibir a una manada de bandidos, que es lo que en general somos, para él, los colombianos. Sin embargo ha sido consecuente con aquella firma.
Después de estos diez años de inútil ausencia, en los que muchas veces me he sentido como un exiliado español que sueña con ver Granada o Lanzarote, he resuelto que no vale la pena empeñarme más en una quijotada que me hace daño sólo a mí. Tengo un motivo personal para volver: mis dos únicos hijos, como si no hubiera más sitios adonde ir en este mundo, han resuelto que nada mejor que España para estudiar y vivir. Como cualquier padre aprensivo, yo quiero ver dónde viven, y cómo, y con quién. Quiero poder estar a su lado si están tristes o enfermos. A ningún español le importa un carajo que yo vaya o no vaya a su país. A casi ningún colombiano le afecta que un escritor tozudo se niegue a aceptar invitaciones a España por preservar la dignidad de su país.
Sigo creyendo que España se equivoca al imponernos una visa a los que somos, en cierto sentido, sus parientes. Somos también sus herederos lingüísticos, culturales y religiosos. Europa se está despoblando de nativos, las europeas están en huelga de hijos. Al paso que van, en el año 2100, ya casi no habrá población nativa española, italiana ni alemana. Ellos serán reemplazados por los inmigrantes de Asia y África, por su mayor fecundidad. Si quisieran preservar eso que los antropólogos llaman identidad, más les valdría recibir colombianos que hablan español y le rezan a la Virgen, que musulmanes que hablan árabe e invocan al Profeta. Nuestro mayor y más valioso producto de exportación es gente, manos, personas dispuestas a hacer bien los trabajos más humildes: a cuidar los ancianos, a barrer la basura, a cargar las maletas, a recoger las naranjas. Y a soñar con el estudio y un futuro mejor, en la tierra de los antepasados. Nos deberían recibir, así como nosotros recibimos a millones de españoles cuando ellos eran los condenados del mundo.
Vuelvo a España. Quiero ver a mis hijos, quiero estar con ellos, quiero volver a probar la comida y el vino que más me gustan y volver a ver el cielo de Madrid, donde una vez fui feliz. A los diez años casi todos los delitos prescriben. He hecho un sacrificio muy largo; me he exiliado durante un decenio del país que más quiero, después de Colombia. “Hacer un voto es un pecado más grave que romperlo”. Prometer es una irresponsabilidad. Sé que no tengo que dar explicaciones por un acto privado. Me las doy a mí. Me estoy convenciendo a mí mismo de que puedo permitirme esta traición a mi palabra, diez años después. No aguanto más; vuelvo a España; la sangre me llama.
No hay comentarios:
Publicar un comentario