jueves, 20 de mayo de 2010

Celebración del día del maestro


La celebración oficial fue el 15 de mayo, pero creo que no debería tener caducidad...

Yolanda Reyes
El Tiempo


"Ah, eso de la educación", exclaman despectivamente algunos electores al calor de los debates de estos días. "Esos profesores, ¡desde cuándo saben de política!", suelen decir al referirse a Mockus y Fajardo, y el tono se mueve entre la indulgencia y el sarcasmo, lo cual no resulta extraño en un país que se educó menospreciando a sus maestros y que considera que la educación es un asunto secundario.

Como quien dice "zapatero, a tus zapatos", nuestra sociedad sospecha de los maestros que se meten en política, en vez de encerrarse en sus aulas con esos muchachitos que tampoco saben de eso, y espera que hagan lo que buenamente puedan para garantizar la cobertura sin rechistar por calidad y sin hacer huelgas. Con una malentendida abnegación que nos enseñaron, como un rasgo inherente al gremio, se espera que los profesores se den por bien servidos con una chocolatina o una rosa el día del Maestro y que, en lugar de exigir buenas condiciones laborales, oportunidades de formación y reconocimiento social, se conformen con recibir la gratitud, a veces póstuma, de algún personaje que los evoca en sus memorias.

Así, de generación en generación, este país nos educó en el desprecio ambivalente frente a la figura del Maestro: "Tan buenos, tan sacrificados y tan poca cosa los pobres maestros". Y al lado de ese estereotipo, nos enseñó también a concebir la educación, no como un derecho constitucional que debe garantizarse a todos por igual, sino como un rasero que nos separa desde el jardín infantil en bandos irreconciliables: los de colegio privado -con sus diversos estratos- y los de escuela pública. La persistencia de esa terminología en nuestra jerga habla con elocuencia del perverso mecanismo que se nos inoculó en los bancos de la escuela y que nos negó la posibilidad de jugar, de aprender a vivir juntos y "mezclarnos". Todos: los ricos, los pobres y los comunes y corrientes fuimos igualmente excluidos de esas lecciones de equidad que se reciben como algo natural en los primeros años, cuando el Estado ofrece educación de calidad para todos sus ciudadanos.

No es nuestra culpa desconfiar del poder transformador de la educación, pues así nos educaron. Y al habernos quitado el privilegio de aprender de las diferencias y de competir en igualdad de condiciones, aprendimos a concebirla como el mecanismo para perpetuar las desigualdades y mantener los privilegios de unos pocos. La lista de los mejores colegios en el Icfes, en la que se cuelan excepcionalmente algunos públicos -¡y todos aplaudimos su esfuerzo meritorio!-, las dificultades en el aprendizaje de la lectura de tantos niños que no reciben educación inicial y comienzan su escolaridad con déficits irremediables y la imposibilidad de conseguir trabajo de tantos estudiantes que, pese a haber empeñado los recursos de toda la familia en la universidad, arrastran una historia de carencias culturales, son unos cuantos ejemplos de la lista. Pero lo más aterrador es que pensemos que es normal y que, tal como ha sido siempre, así continuará, porque, en el fondo, a algunos nos conviene.

Creer que la educación puede ser motor de desarrollo humano y social y situarla en el centro del debate político nos parece una utopía, precisamente porque aún no tenemos referencias, como las tienen los países asiáticos o como, en estas latitudes, nos lo está enseñando Chile. Por eso, vincularla a la construcción de un proyecto de país requiere no sólo modificar las prioridades de inversión, sino, sobre todo, transformar esta cultura nuestra que descree de su potencial para cambiar el estado de las cosas. Las experiencias desarrolladas en Bogotá y Medellín por distintos gobiernos que, más allá de consideraciones partidistas, se han puesto de acuerdo en fortalecerla dentro y fuera del aula podrían ser el comienzo de un proyecto de país a largo plazo. Y es que la educación es la apuesta por cambiar la mente humana, que es la que cambia lo que la fuerza de la costumbre nos ha enseñado a considerar inamovible.

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